Que mi dolor sea el tuyo
Me
indigna este mundo, no algún otro. No me asusta el silencio de los panteones
sino el silencio que arropa las ignominias. Diez jóvenes fueron desaparecidos
en la ciudad de Tepic en las últimas cuatro semanas, pero familiares de 60
jóvenes los buscan como desaparecidos.
Las
tesorerías de los municipios fueron saqueadas, los fondos de pensiones del
sindicalismo oficial no existen; los hospitales públicos no tienen siquiera
paracetamol genérico para parturientas, ni guantes de látex, ni vacunas para la
niñez.
Caminamos
por Tepic ¿o por campos minados? ¿Cuándo dejamos de ver el desastre en que está
convertida la ciudad? El pavimento se convierte en bache, en sanja, en lodazal,
en testimonio de la irresponsabilidad, la indiferencia, el saqueo. Las
tormentas se vuelven maremotos en las colonias planeadas desde la corrupción,
el malestar se queda en el subsuelo de la conciencia anunciando erupciones de
rencor.
Hace veinte
años la clase gobernante no celebraba con tanto glamor esta perversión de
entrar a la democracia (como alternancia partidaria), la descomposición de principios de los grupos
de élite de gobierno y la vinculación con organizaciones paralelas de poder. Se
despiden para vivir en residencias compradas con el dinero de todos, para
disfrutar de ranchos y paisajes sustraídos a los bienes colectivos. Ahogan
nuestras esperanzas de cambio.
Podemos
cambiar los partidos que gobiernan ¿pero lograremos que cambie también el
estilo de gobernar? ¿Cómo lograr que el voto no sea un cheque en blanco para
quienes gobiernen?
Las
autoridades soslayan la desgracia de la juventud desaparecida; la ciudadanía
vemos con ojos impotentes la rutina de la injusticia. Las emociones aplanadas
por un suceso tras otro, el asombro estéril de presenciar la tragedia
colectiva.
Los
padres y las madres recuerdan a los desaparecidos de sus hogares. Los recuerdan en plantones efímeros frente al
Palacio de Gobierno donde funcionarios de
marca de agua les dan trámite para después, en ese después donde ellos no responderán
por nada como no responden ahora.
La
cifra negra de los jóvenes desaparecidos, de las muchachas asesinadas, de las
personas levantadas son en vano minimizadas, tapadas con un dedo.
Los
padres y las madres recuerdan a los muchachos que no regresan del trabajo, a las
muchachas que no se ven en el espejo. Las lentas erosiones se van quedando a la
espera, en el miedo, en el reverso, en la obstinación de denunciar, de comer el
pan sin ellos. Los desaparecidos se prolongan en los padres, en las madres. No
sabemos en qué silencio entraron.
Socióloga de la Universidad Autónoma de Nayarit: pacheco_1@yahoo.com
Enviado a Nayarit Opina el 23 de julio de 2017.
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