Pongo flores nuevas en el vaso para no olvidarme de nosotras.
Cuando llegué a Berlín, en 1980, encontré una generación cuya su vida había sido transformada por la guerra. Mis colegas, en la Universidad Humboldt, estaban atravesados por una infancia vivida en la posguerra de escasez de alimentos y medicamentos, por los dramas de sus padres-madres. En esa época, todavía la Universidad, probaba las alarmas de guerra los miércoles al mediodía para mostrar las medidas de emergencia. Cualquier persona llevaba en su rostro, en su narrativa, la conmoción que significó esa catástrofe en su vida biológica.
Mis abuelos y abuelas hablaban de su vida de antes de la Revolución. Nacieron en las haciendas, pero el desquiciamiento del movimiento armado los arrojó a las ciudades donde el mundo aquel había terminado y empezaba otro. Contaban los hermanos que habían desaparecido, los hijos que dejaron enterrados en cualquier parte. Sus cuerpos se estremecían al rememorar los nombres de niños y niñas sepultados al pie de serranías, junto a estaciones de trenes, cuyos lugares olvidaron.
Mi padre nos enseñaba la zona del panteón de Tepic donde habían enterrado a los afectados por la fiebre amarilla. Recordaba, de su niñez, esa epidemia que los tuvo cautivos, pendientes de quienes morían, en su mismo barrio. Las niñas que éramos nos asomábamos a la fosa común e imaginábamos una época donde los que morían tenían por destino una tumba anónima.
Ellas y ellos vivieron en vilo.
Nosotras nacimos en la década de los cincuenta del siglo XX, por lo que nos tocó una etapa larga de paz donde el mañana se pensaba como el ascenso a una vida mejor. Vimos llegar la licuadora, el refrigerador, la televisión, al interior de las viviendas en un mensaje de “progreso, todo mejora”; las vacunas prometieron inmunizarnos contra las fiebres del pasado y la democracia, contra los autoritarismos. Cuando abrimos los ojos a la ciudadanía dimos las luchas en contra de los monopolios del poder, por legalizar la píldora anticonceptiva, vivir el cuerpo y el destino libre.
Somos una generación afortunada, nuestras vidas han transcurrido entre los resabios de una cultura católica con sus rituales de socialidad, a una vida en búsqueda de la felicidad individual a través de gimnasios, grados académicos, autoayuda, yoga, vegetarianismo, arte, divorcios, psicoanálisis. Planeamos vacaciones dentro y fuera de país dentro de un “modus vivendi” posibilitado por las tarjetas de créditos, los pagos a plazos, las nuevas expectativas abiertas a través de las comunicaciones. Desde luego que me refiero a la clase media mexicana conformada en la segunda mitad del siglo XX, a partir de una cultura del esfuerzo dentro del supuesto Estado de bienestar que tampoco ha alcanzado para todos y todas, pero estuvo como expectativa.
Hoy nos sentimos frágiles, la muerte nos acerca a los demás y nos saca de la individualidad. No hay escapatoria de una por una, ni siquiera país por país, nación por nación. No hay salvación de ricos o pobres, aunque no sea lo mismo la afectación de la Reina de Inglaterra que de una anciana de Acaponeta. No hay rincón de la humanidad donde te puedas esconder de la pandemia, ningún monasterio, caja fuerte o cueva de ladrones asegura el resguardo. Hoy, zozobramos ante una amenaza que devuelve a la humanidad su piel de comunidad de destino.
Carecíamos de conciencia de nuestra mortalidad porque ocurría de una en una, allá y allá, en los tiempos que tocaba. Ahora, la muerte nos está cercando, nos aterra ver su rostro, sus gestualidades. Escuchamos sus pasos de gigante que cruzan los mares, atraviesan desiertos, surcan autopistas, escalan rascacielos. Hoy tenemos que aprender a pensarnos humanidad, tenemos que aprender por la vía corta, por atajos; tenemos que aprender la nueva conciencia de sentirnos y pensarnos humanidad, una humanidad. Ser conscientes que cada paso que damos puede convertirse en puerta de salida de los otros.
Tendremos que asumir la humanidad como comunidad de destino para que después, quienes estén en el después, diseñemos otra existencia.
Alguien toca una melodía que se cuela por mi ventana. ¿Qué ha cambiado? Anuncia la vida que todavía está aquí.
Publicado en Nayarit Opina, Tepic, Nayarit, 31 marzo de 2020.