martes, 31 de marzo de 2020

Nuestra comunidad humana

Pongo flores nuevas en el vaso para no olvidarme de nosotras.

Cuando llegué a Berlín, en 1980, encontré una generación cuya su vida había sido transformada por la guerra. Mis colegas, en la Universidad Humboldt, estaban atravesados por una infancia vivida en la posguerra de escasez de alimentos y medicamentos, por los dramas de sus padres-madres. En esa época, todavía la Universidad, probaba las alarmas de guerra los miércoles al mediodía para mostrar las medidas de emergencia. Cualquier persona llevaba en su rostro, en su narrativa, la conmoción que significó esa catástrofe en su vida biológica.

Mis abuelos y abuelas hablaban de su vida de antes de la Revolución. Nacieron en las haciendas, pero el desquiciamiento del movimiento armado los arrojó a las ciudades donde el mundo aquel había terminado y empezaba otro. Contaban los hermanos que habían desaparecido, los hijos que dejaron enterrados en cualquier parte. Sus cuerpos se estremecían al rememorar los nombres de niños y niñas sepultados al pie de serranías, junto a estaciones de trenes, cuyos lugares olvidaron.

Mi padre nos enseñaba la zona del panteón de Tepic donde habían enterrado a los afectados por la fiebre amarilla. Recordaba, de su niñez, esa epidemia que los tuvo cautivos, pendientes de quienes morían, en su mismo barrio. Las niñas que éramos nos asomábamos a la fosa común e imaginábamos una época donde los que morían tenían por destino una tumba anónima.  

Ellas y ellos vivieron en vilo.

Nosotras nacimos en la década de los cincuenta del siglo XX, por lo que nos tocó una etapa larga de paz donde el mañana se pensaba como el ascenso a una vida mejor. Vimos llegar la licuadora, el refrigerador, la televisión, al interior de las viviendas en un mensaje de “progreso, todo mejora”; las vacunas prometieron inmunizarnos contra las fiebres del pasado y la democracia, contra los autoritarismos. Cuando abrimos los ojos a la ciudadanía dimos las luchas en contra de los monopolios del poder, por legalizar la píldora anticonceptiva, vivir el cuerpo y el destino libre. 

Somos una generación afortunada, nuestras vidas han transcurrido entre los resabios de una cultura católica con sus rituales de socialidad, a una vida en búsqueda de la felicidad individual a través de gimnasios, grados académicos, autoayuda, yoga, vegetarianismo, arte, divorcios, psicoanálisis. Planeamos vacaciones dentro y fuera de país dentro de un “modus vivendi” posibilitado por las tarjetas de créditos, los pagos a plazos, las nuevas expectativas abiertas a través de las comunicaciones. Desde luego que me refiero a la clase media mexicana conformada en la segunda mitad del siglo XX, a partir de una cultura del esfuerzo dentro del supuesto Estado de bienestar que tampoco ha alcanzado para todos y todas, pero estuvo como expectativa.

Hoy nos sentimos frágiles, la muerte nos acerca a los demás y nos saca de la individualidad. No hay escapatoria de una por una, ni siquiera país por país, nación por nación. No hay salvación de ricos o pobres, aunque no sea lo mismo la afectación de la Reina de Inglaterra que de una anciana de Acaponeta. No hay rincón de la humanidad donde te puedas esconder de la pandemia, ningún monasterio, caja fuerte o cueva de ladrones asegura el resguardo. Hoy, zozobramos ante una amenaza que devuelve a la humanidad su piel de comunidad de destino. 

Carecíamos de conciencia de nuestra mortalidad porque ocurría de una en una, allá y allá, en los tiempos que tocaba. Ahora, la muerte nos está cercando, nos aterra ver su rostro, sus gestualidades. Escuchamos sus pasos de gigante que cruzan los mares, atraviesan desiertos, surcan autopistas, escalan rascacielos. Hoy tenemos que aprender a pensarnos humanidad, tenemos que aprender por la vía corta, por atajos; tenemos que aprender la nueva conciencia de sentirnos y pensarnos humanidad, una humanidad. Ser conscientes que cada paso que damos puede convertirse en puerta de salida de los otros.

Tendremos que asumir la humanidad como comunidad de destino para que después, quienes estén en el después, diseñemos otra existencia. 

Alguien toca una melodía que se cuela por mi ventana. ¿Qué ha cambiado? Anuncia la vida que todavía está aquí. 

Socióloga, Universidad Autónoma de Nayarit, correo: lpacheco_1@yahoo.com
Publicado en Nayarit Opina, Tepic, Nayarit, 31 marzo de 2020.

lunes, 23 de marzo de 2020

Después del virus, una revolución humana

Para mis hijas, cada una en su pantalla.

En este entorno altamente perturbador ¿cómo pensar el presente, los comportamientos sociales, las reacciones individuales, las decisiones de quienes gobiernan? La pregunta que podemos realizar es: ¿toma el gobierno las decisiones correctas en el momento oportuno? Tenemos gobernantes sin ninguna formación en cuestiones de sanidad, no es que necesariamente la deban tener, pero sí la obligación de tener asesores que les informen y guíen. ¿Están los expertos en salud pública en esa función en estos momentos? ¿quienes gobiernan, toman las decisiones a partir de conocimiento informado o a partir de sus propias, -débiles-visiones, en la más caricaturesca versión del patriarca? en México, parece lo segundo. Sin embargo, el elemento aglutinador de la sociedad es el Estado, más que dejar en él nuestra suerte, constatamos la absurdidad de conductas. 

El espejismo de la individualidad, de la independencia, de la soberanía, se hace añicos por obra y milagro del virus. Sin embargo, las maneras de enfrentarlo siguen siendo esas premisas: los países occidentales, en un concepto obsoleto de soberanía, cierran fronteras como si se tratara de detener bienes o personas.  El mundo asiático lo asume desde controles, que pueden no ser acordes con la sensibilidad de la sociedad occidental, pero muestran su eficacia.  No digo que asumamos la biopolítica china, sino que ha dado resultado el control de la pandemia en una sociedad ya controlada. Seguramente nuestra piel política no lo aceptaría, pero también tenemos formas en que la biopolítica se acuerpa en cada quien.

No sobrevivimos en soledad porque, aunque el virus nos haya recluido en la familia que cada quien realizó, las comunicaciones han acercado a quienes vivíamos individualmente. Más allá de las conversaciones en vivo a través de pantallas y las múltiples informaciones en diversos formatos, las acciones para sabernos en comunidad, permiten atisbar una nueva forma de sentirnos, de presentirnos: los grupos que cantan melodías desde los balcones, quienes aplauden a una hora determinada, quienes buscan una voz común para saberse parte de los demás. Sincronizamos nuestras voces para volver a sentir el corazón comunal. 

Sin embargo, no es lo mismo vivir en casas del INFONAVIT que casas de clase media. Convivir infantes, adolescentes, adultos y viejos en pequeños espacios, sin tiempos de salida, provocará otros comportamientos para los que no estamos preparados. A ello se puede agregar la escasez de agua, el aumento del calor, el cierre de espacios deportivos. 

¿Podemos hacer algo en el encierro más allá de neurotizarnos? A mí, como a muchas personas, supongo, nos gustaría hacer algo más: productos que maquilados desde casa se puedan llevar a hospitales. Pensarnos en una “economía de guerra” donde las manos no pueden quedar ociosas.

Nos sabemos interdependientes porque el conglomerado humano solo puede pensarse como una misma, y única, oportunidad de vida. El aleteo del virus en China se convierte en tormenta en Italia, en huracanes y ráfagas en Aticama, en Jala, en cualquier pueblo del planeta. La idea de separación y concepción de vida individualista como la cúspide de la libertad, simplemente la tenemos que arrojar al basurero de las ideas que movieron la historia. Tuvieron su lugar, pero hoy tenemos que apostar por otra visión del mundo y de los seres vivos en él. 

Las religiones cerraron. Ni amuletos, ni ritos, ni palabras ceremoniales son eficaces ante lo hacedor de muerte que sigue cayendo sobre el mundo. La ciencia carece de la velocidad necesaria para responder prontamente, sus largos protocolos la convierten en un águila dorada que, incapaz de volar, se diseca. 

El espanto radica en que la economía colapsará. ¿No está ya colapsada? La pobreza mundial, la contaminación derivada de la actividad económica, la apropiación de la riqueza por seis o siete propietarios, la precariedad de los inmigrantes de todas las violencias, la rapacidad de profetas y visionarios, ya nos dan cuenta del desastre económico en que vivimos. En un país donde los ingresos informales superan a los formales, es posible pensar en escenarios de desesperación y robos ante la imposibilidad de obtener ingresos. 

Y China, China, muestra el poderío. Tan sólo con reunir la tecnología para elaborar mascarillas que filtran el virus, tiene a todos los demás países en su dependencia. “Made in China” ha pasado de ser, una marca sin valor, a la posibilidad de la existencia humana. Todo lo dejamos a China por la mano de obra barata y en ello, engulló el planeta. 

¿Qué ha ganado la humanidad con la experiencia de la globalización? ¿Tenemos una conciencia global? Con las Olimpiadas, damos la impresión de estar orgullosos del estallido de la conciencia global, pero es un dolorido privilegio de espectadores. La experiencia de vivir el virus no puede quedar separada de cómo pensaremos el mundo: salir del delirio de la omnipotencia del yo, dejar las teorías, las lógicas que seducen con su encanto de certeza para pasar a enunciar los límites, las paradojas, los umbrales, las capas sumergidas que son capaces de volver a la superficie ante nosotros, habitantes del Siglo XXI, provistos tan sólo de incógnitas. 

Una revolución humana nos espera. No se llamará socialismo ni capitalismo, podemos llamarle, provisionalmente, La Sociedad del Después. Si la pandemia ha decretado similares medidas y comportamientos en el globo terráqueo, bien podemos abrir una mirada admirada sobre el mundo, una mente acogedora que pueda transformar y modificar, no sólo en el registro de la razón conceptual, sino en el de la intuición, el de la creación para que, a partir del vacío que sentimos, la acción humana trascienda. 

Hoy nos sabemos frágiles. Que este temblor de las instituciones, de las certezas, de los dominios, instaure una revolución humana, que esperanzadoramente, nos permita vivir. 

Y, sí, nos hacemos falta. Nos hacemos falta como presencias. Aunque el cielo despunte azul, la dicha de nosotras, nuestra memoria, son los abrazos que hemos dado.


Socióloga, Universidad Autónoma de Nayarit, correo: lpacheco_1@yahoo.com
Publicado en Nayarit Opina, Tepic, Nayarit, 23 marzo de 2020.

martes, 10 de marzo de 2020

Me quedo en casa

Para Dinora Becerra y las demás

Yo daría por vivir esa hora en que las muchachas fueron arrebatadas.
Yo daría los pasos enredados con que cruzo el umbral de mi casa.
Yo daría una tierna y pensativa luna, alta y blanca.

Remaría el día hasta alcanzar el minuto donde fueron vejadas,
andaría en el allá donde tienen a las cautivas en rejas inexpugnables al ojo.

Si pudiera, al menos, andar indefinidamente. 

He visto madres buscar en la sombra de la noche,
he visto hermanas por encima de lo que contiene el mundo.
Las he visto hablar para justificar mi cara.
Su deslumbrante grito no es diferente de otros pájaros.

Me quedo en casa
en la más preciosa ocupación de extender mis manos para alcanzarlas.
Mis angostas manos no podrán devolverlas al mundo
pero al menos, miraré a todas partes desde el hueco 

El lento canje de la esperanza de quedarme en casa,
entrecerrar los ojos, mirar hacia dentro,
asaltarme a mí misma
¿qué paz puedo encontrar?
¿cómo puedo abdicar de mí?


Socióloga, Universidad Autónoma de Nayarit, correo: lpacheco_1@yahoo.com
Publicado en Nayarit Opina, Tepic, Nayarit, 9 marzo de 2020.