Aléjate de tu prójimo para salvarte a ti mismo.
Es el miedo que tenemos, contagiarnos de muerte. Las madres no abrazamos a hijas, ni besamos a nietos. La distancia se ha interpuesto en las relaciones de quienes conocemos. Más allá de saludar de lejos a vecinos, a repartidores de comida, lo que duele es la distancia en el seno mismo de los afectos.
Tratamos de no ver la crisis en que se encuentran los cementerios de España o Italia porque pensamos que es cuestión de tiempo llegar a esos escenarios. El abandono de cadáveres en la calle, en diversos países, nos hace ver que, en situaciones límite, no tienen sentido los rituales de despedida, muestra lo superfluo de las ceremonias. La cancelación de las celebraciones religiosas da cuenta de lo prescindible de la institucionalidad de la iglesia.
Depuramos las noticias para enterarnos de lo “verdaderamente importante”, aunque ya no sabemos si son las medidas que se planean desde las políticas de salud o las crónicas que escriben las amigas acerca de su encierro. Hacemos rutinas para anclar el tiempo a los horarios desde casa, en un vano intento de seguir algún tipo de normalidad.
Pero no lo es. El año pasado tuve una cirugía, por la cual pasé casi dos meses en casa; por ello, el encierro no es el problema. ¿Qué es lo diferente? En esa ocasión, lo que ocurría me ocurría a mí, era mi cuerpo el que se recuperaba; ahora la fragilidad está en la humanidad en su conjunto, la epidemia se cierne sobre quienes habitamos el planeta: la población humana ha dejado de ser una masa anónima para formar parte de las actuales estadísticas de la muerte. Vemos, poco a poco, como se va cerrando el cerco. Cargamos con el agobio de quienes mueren diario, sin saber en qué país aumentará la cifra esta noche, si ya nos toca.
Tampoco tenemos narrativas que nos den certeza de lo que ocurre. Podemos pensar sacrificialmente, en el sentido de que las muertes son el ofrecimiento humano para que el planeta recupere su estatus de organismo vivo en un ciclo de muerte-vida arraigado en la memoria profunda. ¿Qué otra cosa es la Semana Santa o la semilla que se siembra en primavera, si no un morir para renacer? En otras sociedades se sacrificaba jóvenes o doncellas a dioses voraces, hoy somos los viejos los que debemos ser sacrificados a nuevos dioses que, iracundos, soplan las velas de la historia.
También podemos pensar en términos de la economía mundial. Los movimientos sociales del siglo XXI habían advertido del riesgo de la explotación sin medida de la naturaleza. La globalidad de movimientos ecologistas, migratorios, feministas, juveniles, de economías alternativas, indigenistas, desempleados, había gritado la necesidad de otro orden mundial, otra manera de organizarnos. Hoy el capital, que destrozó los sistemas de salud públicos para instalar la salud privada, necesita un mundo. Simplemente necesita al mundo, a este mundo con gente sana para continuar su insana marcha.
¿O es la pandemia el límite del capitalismo, de este capitalismo? Hoy un problema de salud muestra la futilidad del orden mundial; devela la careta del capitalismo con rostro humano de los oligarcas “altruistas”; devuelve al Estado-Nación el derecho de decidir sobre sus habitantes; coloca el saber experto en el centro de la solución por encima de la demagogia de la política; vuelve a las redes sociales la única farmacia-religión con la cual se cuenta; abre las relaciones familiares como asuntos pendientes; muestra los cuidados como la solución a la catástrofe; coloca a los agentes de salud en el lugar donde debieron estar, como actores prioritarios; suspende el tiempo lineal, productivo en el que vivíamos.
Tendremos que construir una conciencia colectiva para preservar el planeta como prerrequisito de lo viviente. Dejar de pensarnos en la mismidad de lo humano como la cúspide; abandonar la pedantería del progreso sin límite; inventar otras relaciones con lo viviente que no se basen en la depredación; construirnos como seres interdependientes con nuestros colores, etnicismos y dioses; cambiar las relaciones sociales entre mujeres y hombres; avizorar los horizontes de sentido de las múltiples formas de ser humanos resguardados en los pueblos originarios; sabernos seres tecnológicos y sagrados.
¿Por qué nos asusta esta pandemia? Porque a la muerte le hemos visto el rostro.
Publicado en Nayarit Opina, Tepic, Nayarit, 8 abril de 2020.
Muy muy cierto lourdes. Como siempre mi admiración y reconocimiento por tu talento para fotografiar con punto y coma la realidad que vivimos.FElicidades
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