Para mi madre, en sus 94 años.
Casi 50 días de confinamiento nos han acostumbrado a las pantallas. En ellas vemos a las colegas del trabajo, a niñas dar sus primeros pasos, los gatos que acaban de nacer en la casa de la vecina, el atardecer en la laguna vacía. A veces, se rebelan los gestos provisorios de la madre cuando entra el amanecer y entonces, vemos alzar la sabiduría en la mano de esa mujer que toma el celular entre sus manos extendiendo el brazo hacia la hija en otro lugar de la misma ciudad o más allá del océano.
No sé si las pantallas alcancen para hacer una revolución, mas en sí mismas, representan la memoria y el olvido. El estuche natural, la mano, es ayudada por soportes que intentan inmovilizarlo; sin embargo, se encuentra tan cerca que se ha convertido en la principal obsesión de miles de personas ¿quién se resiste a desbloquear su celular 30 veces al día?
Desbloqueamos para sacudir el miedo. En la inocente ceremonia de este tiempo inmóvil, la vida despierta en las pantallas: ahí danzan los árboles, los animales cruzan ciudades encantadas, las olas llevan y traen el aviso del incesante devenir. Las lecturas de poemas, los mensajes de autoayuda, las canciones de solidaridad, los aplausos, la risa, la información dispar; todo se condensa en mensajes que errantes, vagan en todas direcciones hasta que son atrapados y cortados, como flores de cristal.
La herida actual es profunda cuando en todas las latitudes del planeta tenemos la misma pesadilla, cuando los muertos de todos los lugares sabemos que nos pertenecen. El desconcierto se ha posesionado de la vida individual con tal magnitud que cantamos sin saber cantar; editamos sin saber actuar. Las pantallas que nos unen en la desesperación, también nos salvan.
No podremos contar la historia de este tiempo dislocado sin los médicos que sufren por no tener medicamentos para aplicar, sin los indios del Amazonas cubiertos sus rostros con cubre bocas, sin las escenas de Sri Lanka, sin las largas conversaciones que atraviesan el mundo que nos rodea. No somos solamente el país que somos, lo terrible nos ha lanzado a sabernos otro lugar, cualquiera: lo mismo Corea que Ecuador, Canadá que Letonia. Hoy solo encontramos lo que ya somos, aunque empecemos a descubrir que no lo sabíamos.
Es la primavera en un hemisferio. El sol brilla en su inmutabilidad, la tierra cambia con los árboles floreados tanto como con los cuerpos que caen y se convierten en voces de la tierra. Esos cuerpos navegarán por los ríos de nuestros corazones hasta la mera refulgencia.
No sé si volverá la idea que teníamos de mundo, no sé en qué nueva utopía nos escondamos para encender la ilusión humana de la civilización. No sé cómo entonaremos las viejas canciones que nos hicieron crecer. No sé qué veremos al abrir las puertas.
Sé que nos ampararemos en los ojos de niñas recién nacidas, que nuestras manos lavadas, quebradizas, encontrarán un asidero para trazar nuevos mapas hacia algún lugar. Tal vez se llame humanidad a lo que lleguemos o tal vez, simplemente, empujemos permanentemente la ilusión de llegar.
Publicado en Nayarit Opina, Tepic, Nayarit, mayo 14 de 2020.
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