Creo en las manos limpias
creo en el trabajo perdido de varios años.
Creo en el secreto llevado a la tumba.
Estas palabras se alzan ante mí por encima de las reglas.
No buscan apoyo en ningún ejemplo.
Mi creencia es fuerte, ciega y sin fundamento.
Wislawa Szymborska. Descubrimiento
Difícilmente conversamos sobre lo que vemos cuando nadie nos ve. Una mañana se paró un señor delante de la puerta cerrada del templo de la colonia donde vivo mientras yo caminaba de regreso a casa. Con una mano sostenía la bicicleta y con la otra, se santiguó. La mirada de ese señor volcada detrás de la puerta de madera sabiendo que allá dentro había algo que lo vinculaba con este aquí. El sol apenas desataba los copetes de los árboles cuando este hombre nos mostraba la brizna de la creencia, de lo inconmensurable.
Una mujer vieja porta bolsas llenas de ropa, de zapatos, de cartones. Ella pasa gritando alguna cosa, en tanto, quienes estamos en la caminata apresurados nos quitamos de su camino. Yo procuro seguir indiferente como si fuera cualquier vecina a la que topo casualmente. Ella pasa con su máscara de abandono, de soledad, como si la hubieran pintado en la barda de una casa y después fuera borrada por la lluvia.
Cuando pasa, desaparece del paisaje aunque el silencio la siga nombrando. Deambula sin fin hacia donde nadie la aguarda. Tal vez, sea una aparición para mostrarnos nuestro propio vagabundeo por la vida. Por la noche, la he visto acostada en cartones cerca de la terminal de autobuses, o en el pequeño resquicio que deja el techo de la escuela de la colonia.
También nosotras, vagabundeamos por la vida de un lugar a otro. Engañamos el errar solitario entre familiares y amigas.
En el trayecto, divisé a una mujer joven que se bañaba fuera de un negocio utilizando el agua de una llave externa al edificio. La mujer joven daba la espalda a la bocacalle por lo que no se podía ver su rostro; conservaba el brasier y el pantalón de mezclilla mientras se bañaba. Llenaba una botella en la toma de agua, que rápidamente vertía en su cuerpo. Yo caminaba por la cuadra de enfrente desde donde la divisaba perfectamente. En este caso, yo era la que pasaba mientras ella seguía en su baño callejero.
Al día siguiente, a la misma hora, la volví a ver. Por más impasibles que queramos ser a las condiciones de las personas, no pueden pasar desapercibidas; no seguimos como si no ocurriera, como si no nos ocurriera, porque lo que pasa en la calle a otras personas también nos pasa a nosotras. En las ciudades desarrollamos sensibilidad de la indiferencia a fin de silenciar los gritos del alma ante estas situaciones que laceran. Son mujeres, son hombres, son niñas, son jóvenes que se lanzan a la calle a pedir, a hacer una gracia por una moneda, a vender, a pedir. Aunque parezca que son otros, pienso que podría ser la situación de mis hijas, mis sobrinas, mis alumnas, en cualquier mujer obligada a hacer algo así.
Tenemos por ello, ¿que involucrarnos en esas otras realidades que nos golpean, que interpelan nuestra conciencia de clase media?
De alguna manera, cada quien ha vivido su propia versión de errar por la calle. Yo anduve en el extranjero de mochilera, cuando estudiaba, por lo que sé lo que es estar en la calle porque no tienes albergue, el tren se retrasó o la dirección de la amiga estaba equivocada. De cualquier modo, me remonté a una fría terminal donde, en alguna ocasión, dormí en la banca abrazando mi pequeña cartera con mi pasaporte; lo único que me ataba a una identidad, a un lugar, a una familia.
Quizá por eso el deambular de otras no me es ajeno.
Después de algunos días, preparé una bolsa con una toalla pequeña y un short. Pensé regalárselos para hacerle más fácil el baño. También agregué un jabón. Traté de levantarme temprano para llegar al lugar antes que la muchacha joven y simplemente, dejar la bolsa. Los dos días siguientes amaneció lloviendo, lo que me impidió salir a caminar. El tercer día desperté tarde, por lo que no hice el paseo matutino. Además, supuse que a esa hora, la muchacha joven ya no estaría, puesto que entendí que su baño, a esa hora, era para evitar ser vista.
Un día, por fin, dejé la bolsa. De regreso de la caminata, el envoltorio ya no estaba; vi el piso mojado, lo que me hizo suponer que se llevó las cosas.
Ha seguido lloviendo por las tormentas de verano; el aire se vuelve fresco como una bienvenida del amanecer y las flores se levantan en sus tallos; los árboles caen sobre los cables de luz. En esta hora me siento huésped del Paraíso porque así debe ser el paraíso: humedo con un silencio de hojas cayendo.
No la he vuelto a divisar a la muchacha joven. Nunca le vi la cara ni hablé con ella. Puede ser que haya cambiado de barrio o de ciudad en su vagabundeo o que el regalo del jabón y la toalla la haya hecho sentirse mirada, por lo que haya buscado otro lugar anónimo donde bañarse.
De vez en cuando dejo un jabón cerca de la llave de agua, por si regresa la muchacha joven.
Termino con el siguiente poema que escribí:
La muchacha
no sabe
la calle que andará
la mañana siguiente
ni la siguiente.
El día
es solo un perpetuo
buscar el agua
para bañar el cuerpo
ese que marca
la caída del día.
La muchacha
desatada
de cualquier nombre
escapa del infierno
de ti y de mí
de nosotras.
Se aloja en la rima
de caminar
de vagar.
No va
a ninguna dirección
rodea el agua
nada más.
Publicado en Nayarit Opina, Tepic, Nayarit, 22 de julio 2025.
Socióloga, Universidad Autónoma de Nayarit, correo: lpacheco@uan.edu.mx