miércoles, 23 de julio de 2025

Mujer joven, mujer vieja

Creo en las manos limpias

creo en el trabajo perdido de varios años.

Creo en el secreto llevado a la tumba.

Estas palabras se alzan ante mí por encima de las reglas.

No buscan apoyo en ningún ejemplo.

Mi creencia es fuerte, ciega y sin fundamento.

 

Wislawa Szymborska. Descubrimiento

 

Difícilmente conversamos sobre lo que vemos cuando nadie nos ve. Una mañana se paró un señor delante de la puerta cerrada del templo de la colonia donde vivo mientras yo caminaba de regreso a casa. Con una mano sostenía la bicicleta y con la otra, se santiguó. La mirada de ese señor volcada detrás de la puerta de madera sabiendo que allá dentro había algo que lo vinculaba con este aquí. El sol apenas desataba los copetes de los árboles cuando este hombre nos mostraba la brizna de la creencia, de lo inconmensurable.

 

Una mujer vieja porta bolsas llenas de ropa, de zapatos, de cartones. Ella pasa gritando alguna cosa, en tanto, quienes estamos en la caminata apresurados nos quitamos de su camino. Yo procuro seguir indiferente como si fuera cualquier vecina a la que topo casualmente. Ella pasa con su máscara de abandono, de soledad, como si la hubieran pintado en la barda de una casa y después fuera borrada por la lluvia.

 

Cuando pasa, desaparece del paisaje aunque el silencio la siga nombrando. Deambula sin fin hacia donde nadie la aguarda. Tal vez, sea una aparición para mostrarnos nuestro propio vagabundeo por la vida. Por la noche, la he visto acostada en cartones cerca de la terminal de autobuses, o en el pequeño resquicio que deja el techo de la escuela de la colonia.

 

También nosotras, vagabundeamos por la vida de un lugar a otro. Engañamos el errar solitario entre familiares y amigas.

 

En el trayecto, divisé a una mujer joven que se bañaba fuera de un negocio utilizando el agua de una llave externa al edificio. La mujer joven daba la espalda a la bocacalle por lo que no se podía ver su rostro; conservaba el brasier y el pantalón de mezclilla mientras se bañaba. Llenaba una botella en la toma de agua, que rápidamente vertía en su cuerpo. Yo caminaba por la cuadra de enfrente desde donde la divisaba perfectamente. En este caso, yo era la que pasaba mientras ella seguía en su baño callejero.

 

Al día siguiente, a la misma hora, la volví a ver. Por más impasibles que queramos ser a las condiciones de las personas, no pueden pasar desapercibidas; no seguimos como si no ocurriera, como si no nos ocurriera, porque lo que pasa en la calle a otras personas también nos pasa a nosotras. En las ciudades desarrollamos sensibilidad de la indiferencia a fin de silenciar los gritos del alma ante estas situaciones que laceran. Son mujeres, son hombres, son niñas, son jóvenes que se lanzan a la calle a pedir, a hacer una gracia por una moneda, a vender, a pedir. Aunque parezca que son otros, pienso que podría ser la situación de mis hijas, mis sobrinas, mis alumnas, en cualquier mujer obligada a hacer algo así.

 

Tenemos por ello, ¿que involucrarnos en esas otras realidades que nos golpean, que interpelan nuestra conciencia de clase media?

 

De alguna manera, cada quien ha vivido su propia versión de errar por la calle. Yo anduve en el extranjero de mochilera, cuando estudiaba, por lo que sé lo que es estar en la calle porque no tienes albergue, el tren se retrasó o la dirección de la amiga estaba equivocada. De cualquier modo, me remonté a una fría terminal donde, en alguna ocasión, dormí en la banca abrazando mi pequeña cartera con mi pasaporte; lo único que me ataba a una identidad, a un lugar, a una familia.

 

Quizá por eso el deambular de otras no me es ajeno.

 

Después de algunos días, preparé una bolsa con una toalla pequeña y un short. Pensé regalárselos para hacerle más fácil el baño. También agregué un jabón. Traté de levantarme temprano para llegar al lugar antes que la muchacha joven y simplemente, dejar la bolsa. Los dos días siguientes amaneció lloviendo, lo que me impidió salir a caminar. El tercer día desperté tarde, por lo que no hice el paseo matutino. Además, supuse que a esa hora, la muchacha joven ya no estaría, puesto que entendí que su baño, a esa hora, era para evitar ser vista.

 

Un día, por fin, dejé la bolsa. De regreso de la caminata, el envoltorio ya no estaba; vi el piso mojado, lo que me hizo suponer que se llevó las cosas.

 

Ha seguido lloviendo por las tormentas de verano; el aire se vuelve fresco como una bienvenida del amanecer y las flores se levantan en sus tallos; los árboles caen sobre los cables de luz. En esta hora me siento huésped del Paraíso porque así debe ser el paraíso: humedo con un silencio de hojas cayendo.

 

No la he vuelto a divisar a la muchacha joven. Nunca le vi la cara ni hablé con ella. Puede ser que haya cambiado de barrio o de ciudad en su vagabundeo o que el regalo del jabón y la toalla la haya hecho sentirse mirada, por lo que haya buscado otro lugar anónimo donde bañarse.

 

De vez en cuando dejo un jabón cerca de la llave de agua, por si regresa la muchacha joven.

 

Termino con el siguiente poema que escribí:

 

La muchacha

no sabe

la calle que andará

la mañana siguiente

ni la siguiente.

 

El día

es solo un perpetuo

buscar el agua

para bañar el cuerpo

ese que marca

la caída del día.

 

La muchacha

desatada

de cualquier nombre

escapa del infierno

de ti y de mí

de nosotras.

 

Se aloja en la rima

de caminar

de vagar.

 

No va

a ninguna dirección

rodea el agua

nada más.

 

Publicado en Nayarit Opina, Tepic, Nayarit, 22 de julio 2025.

Socióloga, Universidad Autónoma de Nayarit, correo: lpacheco@uan.edu.mx

 

domingo, 13 de julio de 2025

Aguas Turbias de Luis Manuel Robles Naya

Y así pasan los días y los meses, 

y los años vuelan más rápido que los cometas.

 

Luis Manuel Robles Naya

 

“En esta casona vieja de paredes despostilladas, el tiempo es como el musgo, adherido tercamente a los rincones, destilando ayeres en cada madrugada, rondando siempre a despecho de los relojes que aquí no existen y ni siquiera importan. Aquí no es necesario buscar los recuerdos: llegan sin convocatoria ni aviso, fluyen por la memoria sin concierto ni orden temporal…”

 

Así inicia el texto denominado Recuerdos, escrito por Luis Manuel Robles Naya, como parte de los 16 textos reunidos en el libro Aguas Turbias, primera obra de este autor.

 

¿Por qué es relevante que las personas escriban las historias de sus pueblos? Porque quienes escriben le aportan sentido al pasado no como algo que sabemos que ya no está, sino como sucesos que ayudan a perfilar el presente que vivimos. Construyen también, identidad

 

¿Por qué sabemos que alguien es de Santiago? Porque el río le atraviesa; también, el calor; el calor que se enfrenta con paliacate en mano, con abanicos, con continuos refrescarse. En estas narraciones el río, como la vida, sigue

 

“deslizándose por la ladera del otero, que parece repartirla por todos sus lados. Sus veredas resbaladizas fluyen en todas direcciones, hacia el norte para el estadio, el rebaje por el oriente y la ladera contraria que mira hacia los ocasos, resguardando el caserío de techos de teja, la mayoría con paredes encaladas de colores vivos, y el último tramo del río, al que se escurren las aguas del temporal y al que confluyen las vidas de todos. Ese río por el que pasó la revolución y también tuvieron que cruzar los españoles en sus expediciones, por el que navegó la historia de la conquista, saliendo sus barcos del Botadero”

 

Es importante detenernos en cómo recordamos lo que recordamos. Puede ser que alguien experto nos hable de la dinámica de los recuerdos a corto plazo o a largo plazo o informarnos que no existe un solo lugar en el cerebro para contener todos los recuerdos. Si bien es necesario conocer la fisiología de los recuerdos, en el caso que nos ocupa, nos detenemos en el significado que tiene para la persona que lo recuerda y para quienes los escuchan y comparten. Cada uno de los recuerdos tiene una memoria simbólica que, a su vez, construye otras historias. No la de la historia oficial que siempre nos devuelve dos o tres lugares emblemáticos, sino la historia construida de los pequeños momentos vividos por sus habitantes. Así entramos al soliloquio del loco, que no está loco, pero adquiere la identidad de loco para oponerse a los convencionalismos sociales. También entramos al dolor de quien se niega a ver al viejo en su decrepitud, quizá porque le anticipa su propia vejez.

 

En el libro encontramos escritos en primera persona y en tercera; leemos monólogos y palabras al viento. De esta manera, el autor va hilvanando recuerdos al tiempo que muestra personajes que ya no existen pero que anduvieron por esas calles. Lo mismo observa al colorín posando sobre las ramas de los eucaliptos cuando los rayos amarillos del sol los inunda de claridad, que los muchachos bañándose en el río o la cuna donde duerme la recién nacida cuando llegan los forajidos por el oro; nos avisa del feminicidio que se va a cometer en la mujer adúltera.

 

A la mirada de Luis Manuel Robles Naya no escapan ni las piedras reverberantes, expulsando el vapor resultante de la humedad dejada por la lluvia.

 

El río vuelve en la narración; el río, siempre el río:

 

“Está más ancho que ayer y viene arrastrando troncos y animales; nomás veo cómo se sambuten y vuelven a flotar entre la corriente, unos ya patas p´arriba y otros que nomás sacan la cabeza y mugen, como que acaban de caer y todavía tienen fuerzas para luchar contra el torrente. Aquí, tirado donde estoy, se ven claritas las nubes negras, gordas y pesadas, tan densas que parece que se van a jalar el cielo detrás de ellas, descolgándose desde los cerros por el rumbo del puente del Chalán, pero más arriba, en las orillas de la sierra.

 

Quien recuerda es como quien ve por primera vez, como si las descubriera y quisiera dejarlas fijas en un tiempo inmóvil. Es cierto, las recuerda para él mismo, pero también para todos aquellos que forman parte de las generaciones que fueron atravesadas por las corrientes del río, desde que se tiene registro de él, hasta la actualidad.

 

Dicen que no siempre es el mismo río, pero puede ser que sí lo sea en la memoria de quien lo recuerda, aunque se convierta en la metáfora del pasar de la vida:

 

“La vida pasa como las aguas turbias: lenta, pero fluida en el estío; bronca cuando la naturaleza lo exige; violenta y rápida, impredecible para muchos”.

 

Muchas gracias a Luis Manuel Robles Naya por hacernos partícipes de estos recuerdos; por unirse a las voces que hablan de Santiago y, sobre todo, por la prosa directa con que escribe.

 

Publicado en Nayarit Opina, Tepic, Nayarit, 12 de julio 2025.

Socióloga, Universidad Autónoma de Nayarit, correo: lpacheco@uan.edu.mx

 

domingo, 6 de julio de 2025

Mi primera biblioteca

Tú juegas en las grutas que forma en tus riberas

De ceibas y parotas el bosque colosal:

Y plácido murmuras al pie de las palmeras

Que esbeltas se retratan en tu onda de cristal

 

Ignacio Manuel Altaminaro. El Atoyac

 

En la esquina de mi casa en el cruce de las calles Querétaro y Zapata, en Tepic, Nayarit, detrás de un mostrador de madera, Doña Lucía despachaba dulces a las niñas del barrio. También vendía cuentos, esas historietas infantiles que eran la ventana a otros mundos, donde niñas y niños de diversos lugares, hacían travesuras y exploraban el mundo de la infancia. Ahí estaban “Los Super Sabios”, “La Familia Burrón”, “Chanoc”, “La pequeña Lulú”, “Lorenzo y Pepita” y otros.

 

Sobre una soga, colgaba los cuentos que, por diez centavos, se podían alquilar, si no tenías dinero suficiente para comprarlos y llevártelos a casa. Nos sentábamos a leer nuestros diez centavos de historietas en banquitos de madera. Me aficioné a “Clásicos infantiles” publicados por editorial La Prensa, donde se ilustraban las historias de los cuentos infantiles de diversas partes del mundo.

 

Cuando Doña Lucía vio que dedicaba el gasto que me daban en mi casa, a la lectura, me llamó aparte; me dijo que tenía otras historias, pero que “tenían más letras”. Entonces, me prestaba “Clásicos ilustrados”, también de editorial La Prensa y novelas clásicas que tenía en su casa. Te asomabas al pasillo y ahí veías el patio con la fuente en medio y por todos lados, libreros con sus novelas organizadas; ella sabía donde estaba cada una. Generalmente, yo las tenía que leer en su local, pues no confiaba en que pudieran sobrevivir si las llevaba a la calle.

 

Esas fueron mis primeras lecturas de Ivanhoe, Historia de dos ciudades, Los miserables, Las aventuras de Marco Polo, Ana Karenina, Cuentos de Navidad, Diversos cuentos de Las Mil y una noches, El Conde de Monte Cristo, Frankenstein, Los Viajes de Gulliver, La Guerra de los Mundos, etc. Algunas frases me sorprendían como los relámpagos del temporal de lluvias: primero queda todo obscuro y al relámpago no lo ves, te ciega con la luz. Así, yo quedaban sin entender la historia, pero de pronto, una frase iluminaba. Me maravillaban las historias; las frases que hilvanaban las historias; las letras que formaban las frases: todos los mundos que evocaban; todas las historias que dependían de esas letras organizadas.

 

Después, ya de adulta, recordaría esa primera biblioteca de novelas alquiladas en las que leí, por primera vez, una síntesis de narraciones, que llenaban con deleite el tiempo de la infancia.

 

En la escuela primaria teníamos los Libros de Texto Gratuito de la década de los sesenta y setenta. Eran lecturas que nos acercaban a la cadencia de las letras. Recuerdo en especial, las lecturas del libro de Primer Grado por su ritmo y resonancia; una lo abría y podías oler las letras pegadas, pasar tus dedos por los colores. “Qué buenas son tus manos, mamá. Tus manos trabajan para mí sin descanso. No hay cosa que necesite que tus manos no puedan hacer…” Ahí también, tuvimos el primer encuentro con la poesía de Amado Nervo “Como renuevos cuyos aliños/un viento helado marchita en flor/ así cayeron los héroes niños/bajo las alas del invasor…”. Ahí estaba, también, la poesía de Ignacio Manuel Altamirano “Tú corres blandamente/ bajo la fresca sombra/Que el mangle con sus ramas espesas te formó:/Y duermen tus remansos en la mullida alfombra/que dulce primavera/de flores matizó…”

 

Una tía abuela le había comprado a su hijo una enciclopedia de libros infantiles, así que cuando íbamos a su casa, me bajaban un tomo para leerlo mientras las personas adultas hacían la visita. Ahí leí lo que hoy serían pequeños ensayos para niños, síntesis de cuentos clásicos, acertijos, experimentos científicos básicos, etc.

 

Al terminar la escuela primaria, me fui a vivir con mi tía Consuelo que era maestra de Literatura Universal de secundaria. Entonces mi relación con los libros cambió porque leía libros en orden y en ediciones empastadas y cuidadas. Ahí leí Las cuitas del joven Werther de Goethe, siendo adolescente, pero esa es otra historia.

 

Esos cuentos infantiles son la entrada al gusto por la lectura. Las ilustraciones buscaban fijar los personajes, aunque estos se escaparan sin lograr establecer un solo Frankenstein, un solo Quijote de la Mancha o una sola Caperucita Roja.

 

Después del doctorado regresé a Tepic. Doña Lucía había muerto, sin que alguien me pudiera dar noticia de sus familiares. La tienda de cuentos de la esquina se había transformado en una cremería y ya nadie podía asomarse al patio con la fuente, a las flores de los pasillos; a los libreros. La casa fue fraccionada en locales comerciales.

 

Muchos años después, tuve que escoger un nombre para una de mis hijas. Decidí que su nombre sería Lucía, en recuerdo de la primera bibliotecaria que conocí: una señora de barrio cuyo amor a las narraciones todavía recuerdo en el gusto con que me hablaba de esa pasajera que viajaba en tren para encontrarse con alguien que amaba tras guardar la memoria de una noche. Con esas palabras abría mi interés de niña de ocho, de diez años.

 

Ciertamente, ahí, aprendí a leer y a imaginar. Ahí supe que las letras se pueden unir para contar historias tuyas y mías, de pueblos enteros, de las mujeres que ya no están, de paisajes remotos, de ríos que se desbordan, aunque se hayan escrito en Rusia, en Comitán, en Londres, en Chile, en Guadalajara, y nunca se detienen.

 

Gracias, doña Lucía, por regalarme mi primera biblioteca.

 

Publicado en Nayarit Opina, Tepic, Nayarit, 5 de julio 2025.

Socióloga, Universidad Autónoma de Nayarit, correo: lpacheco@uan.edu.mx