sábado, 13 de diciembre de 2025

Buñuelos

Languidecer es como la semilla

que pugna en el suelo,

creyendo que, si intercede,

será encontrada por fin.

 

Emily Dickinson

 

Sacábamos una mesa en medio del patio de la casa para elaborar esos pedazos de sabor que se llaman buñuelos. Mi madre preparaba la masa mientras las hijas veíamos, desde la orilla, el proceso por el cual harina, agua y sal, se confundían en una pasta suave y blanda. Cuando estaba débil al tacto, empezaba a extender los montículos con un rodillo. Después, venía la parte de la inquietud: cuando madre te daba el buñuelo, apenas un poco abierto, para que lo convirtieras en lo que debía ser.

 

Extendíamos sobre el aire.  En ese movimiento de las manos se conservaba la risa de las niñas que éramos, se urdía la infancia. A alguna se le rompía, lo cual ocasionaba volver a empezar desde la bola de masa. Pero las madres tienen la paciencia para entender que el tiempo joven o el tiempo viejo es el mismo que crea las causas para despertar la vida; reparaba el buñuelo como si nada y desde esa curación, volvíamos a intentarlo.

 

Otra más lo terminaba parejo y rápido como si en esa maestría se rehiciera el rostro, se inventara el mañana. Si ese día no hubiera existido, todos los demás serían aniquilados por supérfluos, pero ese día existió para darnos el vuelo, vencer el insomnio, abrir la puerta. Yo ponía mucha atención a las instrucciones; todavía no sabía que esa madre vivía para mí, para mis hermanas, para nosotras.

 

Un foco hacía brillar nuestros rostros mientras el atardecer nos sorprendía, como en las pinturas de Rembrandt. Así lo pienso ahora cuando las pequeñas masas caían en las manos como minúsculas agonías y madre estaba ahí. Su vida, sus afanes, sus melodías iban dirigidas a nuestro destino.  Nuestras faldas amarillas, nuestras blusas blancas todavía están bajo el árbol de limones. Al atardecer llegaría mi padre y se sentaría en su lugar; también él estaba ahí, en ese sillón para nosotras; era el tiempo de las florecillas olorosas, el tiempo del aroma de la tarde húmeda.

 

Me parecía que el buñuelo era eterno. Cuando estimaba que  había sido extendido en toda su magnitud, escuchaba la voz dulce que decía: “falta la orilla”. Entonces, la casa que conocía en todos sus costados empezaba a esfumarse hasta quedarme a solas ampliando la textura, mientras profundos precipicios se abrían. En tanto, yo seguía encima del tejado extendiendo y extendiendo pretendiendo cubrir la tarde, el cerro de San Juan, las nubes, la fe. No conocíamos todavía, el juego del corazón, no conocíamos Amor empieza por desasosiego, de Sor Juana. La infancia nos dejaba extáticas en nuestros moños, en la alegre cápsula de los juegos, porque al final de cuentas, extender la masa era un juego donde vivíamos las hermanas.

 

Nos ruborizaba el halago de la madre, la sonrisa, si alcanzábamos ese bien tangible que se convertía en alimento. Quizá ninguna lo lograba, pero éramos propietarias del milagro cuando por la noche, se celebraba con el almíbar. La desesperación no cabía en esa cena ni las habitaciones abandonadas ni las paredes sin espejos. Estábamos vestidas para la súbita fiesta que significaban los buñuelos; eran el conjuro para todos los dolores, el amuleto para todas las adversidades.

 

Felices, éramos pensadas en los sueños de padre y madre y nosotras, comíamos las estrellas.

 

Publicado en Nayarit Opina, Tepic, Nayarit, 13 de diciembre de 2025.

Socióloga, Universidad Autónoma de Nayarit, correo: lpacheco@uan.edu.mx

domingo, 7 de diciembre de 2025

Dolor

Once mujeres asesinadas

en México cada día.

 

De acuerdo a datos oficiales de la Secretaría Nacional de Seguridad Pública, los feminicidios en México aumentaron a 11 por día en 2025, una más que el año anterior. Eso significa que en 2024 se denunciaba un feminicidio cada siete días, pero en 2025 el tiempo se acortó a 5 días.

 

Noviembre se convierte en el mes del dolor de las mujeres porque recordamos a las mujeres muertas por la violencia patriarcal, por el machismo, por la misoginia. Cansadas de denunciar, de proponer, de dialogar, de esperar justicia, las mujeres marchamos por las calles de México para hacer visible el enojo, la capacidad de agruparnos.

 

El dolor es de una y es de todas. El dolor nos hace decir: “solo queremos una vida en paz”.

 

Las muchachas siguen en la noche larga mientras las ballenas grises regresan a la revelación primordial del apareamiento.

 

Ni todas las flores moradas  justifican los rostros del llanto, en tanto la paloma vuela lo universal del cielo.

 

Aunque el despertar de la música celebra el largo movimiento de los párpados siguiendo la historia de los girasoles de Van Gogh, las muchachas siguen en la noche larga.

 

La luz desciende suave, apaciguada, sobre abejas de valles olvidados, donde todo volverá a ser como antes de nosotras.

 

Una señora me contó que a los catorce años trabajó haciendo quehacer en una casa y ahí, la encerraron en una recámara para violarla.

 

No la alcanzó el amor, sino la tragedia en forma de abuso.

 

Arriba, seguían todos los soles del mundo; los dólares gastados antes de obtenerse; los vestidos estrenados al medio día; las promesas de amantes que se separan.

 

A una niña de una comunidad rural, el padre la golpeó contra la pared por desobedecerlo e ir a la escuela. La velamos mientras el padre huía al paraíso de la impunidad.

 

Nuestros rezos no la alcanzaron. Ninguna ley humana estuvo ahí para vestirla con derechos; ninguna ley divina le devolvió la vida. Solo ese odio que mata.

 

Los jueces no abren la puerta a los llantos de las muchachas, al cielo raso del otoño, a las madres que caminan. A las súplicas.

 

Los jueces no cuentan a las muertas.

Mis hijas tenían 17 años, cuando una chica de esa misma edad, fue violada y tirada en un cañaveral. Las cañas se volvieron amargas. El azúcar destilaba pesadumbre.

 

Suplicamos, exigimos, golpeamos.

 

Los indiferentes no prometen nada.

 

Los cínicos hablan de leyes.

 

Los insolentes se arropan en dioses.

 

Mientras, las muchachas siguen en la noche muda.

 

Yo estaba cantando una canción dulce, una melodía que entibia el silencio antes de dormir.

 

Sobre el limonero volaba un colibrí. Jamás se demora sobre la flor que lo contempla en su viaje.

 

Yo estaba entonando la canción para mis hijas; inflada como globo surqué los aires y empecé a golpear todos los muros.

 

Ninguna ventana se abrió, ningún postigo. Ningún juez abandonó sus lingotes.

 

Me devolví sin ningún cielo, como si mi oficio fuese la piedra.

 

Nada sabemos de la sombra intacta del olvido.

 

Las niñas pueden contar las melodías traídas por los arroyos, las semillas arrojadas a los surcos, las luciérnagas que tintinean; los saltos de la gata tras los relámpagos del mediodía.

 

Las muchachas, tiradas en basureros, siguen en la noche inmóvil.

 

Publicado en Nayarit Opina, Tepic, Nayarit, 6 de diciembre de 2025.