Es una característica muy importante de nuestra historia
que esta leyenda de un dios muerto y resucitado
surgió en partes muy diferentes del mundo civilizado antiguo.
Joseph MacCabe. El mito de la resurrección y otros ensayos.
Para Gabriela Gutiérrez y Socorro Varela
con quienes recorrimos las montañas místicas.
En una ocasión, un director de teatro dijo que en Nayarit no había teatro. Desde luego que discutimos, porque a mi modo de ver, tendríamos que definir qué se entiende por teatro. Pensé, desde luego, en las representaciones de la Pasión de Cristo, las “Judeas” que recorren los diversos pueblos de la Sierra del Álica y una buena parte de las localidades mestizas de Nayarit como Puga, San Pedro Lagunillas y Jala. Estuvimos de acuerdo en que esas representaciones tienen los mismos elementos que lo que se llama teatro, como: escenografía, actores, guion, público, vestuario, maquillaje, iluminación, sonido y director. Además de “apuntador”, alguien que está al tanto de que las líneas se digan como están escritas.
El teatro popular tiene los mismos elementos, solo que quienes intervienen (actores, directores, maquillistas) no son profesionales, además de que una gran parte de las actividades, se realiza de manera colectivizada.
A la llegada de los españoles, a los indígenas les fue prohibido realizar celebraciones a sus diosas y dioses, pero encontraron, en la representación de la Semana Santa, la manera de seguir el culto a sus ancestros. En el hemisferio norte del planeta, la preparación de la tierra para la siembra inicia con el primer plenilunio después de la primavera, por lo que los pueblos agrícolas, celebraban, con diversas festividades, este acontecimiento: pidiendo permiso a la tierra, implorando lluvias abundantes, invocando nubes negras y truenos radiantes.
Las Judeas indígenas son representaciones de la Pasión de Cristo, según los pueblos Nayeri o Wixaritari; son las formas permitidas que encontraron para seguir realizando las invocaciones agrícolas para la siembra. Entre los Nayeri (o coras), la fiesta se centra en perseguir a Jesucristo-semilla, quien deberá ser sacrificado para volver a resucitar. En esta alegoría se encierra el misterio de que la semilla para poder germinar, debe morir. La semilla tiene que ser enterrada, cubierta por la tierra, para resurgir como una nueva planta. También los hombres deben enterrar su órgano sexual en las mujeres para fecundarlas. La semilla, el semen, el cristo, entran en un mismo plano que alude a morir para resurgir. Por eso, en las judeas nayeri se da un paralelismo entre los juegos sexuales y la pasión religiosa.
En todas ellas, desde la Judea de Santa Teresa, Mesa del Nayar, Jesús María, San Juan Corapan, Dolores, Presidio de los Reyes y otros pueblos, el guion es el mismo. Cambia la escenografía, los actores, el vestuario, etc. En todos, sin embargo, se trata de representaciones masivas donde los jóvenes indígenas se convierten en los actores principales de una representación que los saca de ser jornaleros migrantes o peones de albañilería para convertirlos por tres días y tres noches, en judíos gloriosos. Los cuerpos semi desnudos lucen en blanco y negro el jueves, para estallar de colores el viernes santo. Surgen del río por las madrugadas para correr vertiginosamente alrededor del lugar donde será crucificada la semilla-cristo. Entejuinados o empeyotados, bailan a la luz de la luna y del sol; persiguen al Barrabás cubierto de barro; tocan minuetos, cantan en latín dentro del templo católico y prenden velas sobre el piso; queman chile para corretear a los turistas y muelen maíz para la comida ceremonial. Sus cabezas portan máscaras de amarillo delirante y cuernos morados, adornadas con pelo de jabalí y dientes de cerdo. Bailan, giran, corren, fornican. Enloquecen.
Las mujeres están en las orillas mientras los hombres indios-judíos-bestias simulan preñar, por igual, la tierra que las hojas de los árboles. Un rito de la masculinidad intergeneracional.
La Semana Santa Wikaritari (huichol) es más espiritual. En San Andrés Cohamiata o en Huaynamota, la celebración es de una colectividad íntima, donde los que vamos de fuera, tenemos que quedar en los márgenes para no romper el misticismo de las celebraciones. Un Cristo revelado nos recibe desde lo alto de la cumbre en Cohamiata, donde la planicie nos acerca al cielo. Los wixarita, hirsutos, ignoran la presencia de quienes vamos atraídas por el misterio de la montaña. En Huaynamota, un Cristo muerto nos recibe al final del río, desde donde volvemos a ser las hijas del mundo elevando plegarias. En la noche, iluminada por cientos de velas prendidas en el piso, velamos al Cristo-Venado una noche, para que cuide por nosotras el resto del año.
En Puga, el escenario es el Molino; en San Pedro Lagunillas, la laguna; mientras que en Jala, el omnipresente Ceboruco es el telón de fondo. En todas las judeas mestizas son los pobladores quienes se posesionan de las celebraciones: sin iglesia ni estado. La chirimía, ese instrumento musical prehispánico, nos traslada a un tiempo sin temporalidad, en el ritual.
En las judeas indígenas y mestizas el protagonista es el pueblo. La iglesia y sus funcionarios curas y frailes, dejan de dirigir el culto. Es el pueblo el que se apodera del territorio, lo sacraliza con nuevos rituales e inserta a todas, locales y fuereñas en un tiempo abierto a lo sagrado a través del teatro: el único arte que nos enfrenta como seres humanos.
Por eso subimos a la montaña, para participar de un culto muy antiguo donde diosas y dioses son invocados. Las viejas madres de la tierra escuchan las plegarias; la lluvia anuncia su presencia; los Cristos prometen acompañarnos en la travesía. Después, vuelven los lucientes judíos a ser muchachos migrantes, jóvenes jugándose la vida pasando la frontera, muchachas trabajando en casas de Tepic, académicas con notas, turistas con fotografías. Sentir la fiesta de la montaña nos prepara, anualmente, para el honor de vivir.
Publicado en Nayarit Opina, Tepic, Nayarit, 29 de marzo de 2021.
Socióloga, Universidad Autónoma de Nayarit, correo: lpacheco@uan.edu.mx