Palpé mi vida con mis dos manos
para ver si estaba ahí,
sostuve mi espíritu en el vaso,
para probar si era más posible.
Emily Dickinson
Tuve un compañero de clase originario de Afganistán. Éramos estudiantes en la Universidad Humboldt de Berlín a principios de los ochenta. El gobierno de la República Democrática de Afganistán los enviaba a estudiar a las principales universidades del mundo socialista porque en esa época, los intercambios estudiantiles eran posibles en esa región del mundo. Desde luego, de Afganistán, solo enviaban hombres solos, no conocí a ninguna afgana, ni tampoco a ningún estudiante que viajara con esposa y familia. Cuestión extraña porque sí iban estudiantes mujeres de otros países musulmanes, con sus esposos.
Recuerdo a los afganos viviendo siempre en su propia comunidad. Aunque participaban de las actividades del resto de estudiantes, comían en la cafetería estudiantil, asistían a clases, etc., generalmente socializaban entre ellos. Sin embargo, era inevitable el contacto con estudiantes provenientes de otras latitudes, de América Latina o de Japón. Eran festivos, alegres, producían música sin nada, canturreaban, palmeaban; eran una permanente fiesta...cuando no oraban.
Uno de los problemas más fuertes a los que ellos se enfrentaron fue a las costumbres alemanas o, podríamos decir, occidentales. Me explico: los dormitorios estudiantiles tenían baños y regaderas comunes para mujeres y hombres, lo que hacía inevitable encontrarnos en las regaderas puesto que cada quien se podía bañar a la hora que quisiera. Para los afganos, como para todos quienes provenían de países musulmanes, ello era un verdadero problema puesto que no podían ver a ninguna mujer desnuda, salvo pena de tener que casarse con ella.
Realmente, no podían ver a ninguna mujer con poca ropa, no solamente desnuda. En verano, cuando hicimos una excursión a uno de los lagos del norte de Alemania, una vez que pasó la etapa del descongelamiento, los muchachos afganos daban la espalda al lago o de plano, se quedaban en las inmediaciones, fuera de la posibilidad de vernos en traje de baño. Entendimos, entonces, que la prohibición no solo estaba establecida por los adultos, sino que cada quien la llevaba como parte de su identidad. Tal vez, también temían que hubiese un sistema de delación entre ellos.
El hecho de enviarlos en grupo reforzaba la idea del posible espionaje mutuo, caso contrario a quienes íbamos de México o de Colombia o de algún país de AL, donde cada quien era responsable de sí misma. Lo más grave era la incertidumbre, porque, aunque estuvieran lejos de su país, llevaban las prohibiciones a donde fueran. Con todo y las limitaciones, se trató de una época de modernización para la juventud afgana de esa época.
Aprendimos a tener horarios de manera tal de respetar las tradiciones musulmanas. Aprendimos a no causarles problemas, así que, aunque interactuábamos en las clases o en el comedor, fuera de esos espacios, ellos trataban de mantenerse separados.
Al terminar los estudios cada quien regresó a su país. El predominio de la Unión Soviética en Afganistán terminó en 1989. Entonces, otras guerras se sucedieron de manera intermitente, ya sea con rostro norteamericano o ruso.
En más de una ocasión nos hablaron de cómo no les importaba esperar que transcurrieran los días en la universidad; para ellos era una etapa festiva porque conocían otras formas de vida, otras ideas, incluso, otras maneras de comer. Los paisajes que llevaban en los ojos, las ceremonias del calendario, caían en sus corazones como convicciones de vida, convicciones de lo que verdaderamente existe y a lo que iban a regresar. Estar en la Humboldt era un paréntesis de la vida verdadera que les había tocado vivir.
Por eso, ahora, con cada revuelta que se conoce de Afganistán, en cada declaración de guerra, en cada golpe de Estado, vuelvo a ver el lugar del planeta donde se encuentra ese país de las montañas nevadas atravesado por las fronteras de Rusia, China, Pakistán; atravesado también por un Estados Unidos voraz controlador de todas las esquinas. Vuelvo a recordar a mis compañeros de clase, jóvenes en aquella época; jóvenes como quedaron en el recuerdo y pienso en esas noches desvanecidas que nos contaban en medio de la bruma, donde vivos tamboriles les anunciaban el fin del día y ahí tenían su sentido del mundo.
Hoy, son irreflexivos fusiles, granadas, ametralladoras, las que, sin duda, marcan la noche, para ellos y para las mujeres que vuelven a estar sumidas en la obscuridad.
Publicado en Nayarit Opina, Tepic, Nayarit, 17 de agosto de 2021.
Socióloga, Universidad Autónoma de Nayarit, correo: lpacheco@uan.edu.mx
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