domingo, 3 de julio de 2022

Juventud indígena en las cadenas de la pobreza

Todos lloramos por algo; unos poco, otros mucho,

hoy, lloro sin dejar de mirar a través de mis lágrimas.

A veces no quieres llorar, pero te hacen llorar,

el llanto nos persigue y morimos con él.

 

Angélica Ortiz (wixarika)

 

Conocí a Fidela en una colonia urbana de Tepic donde los indígenas wixaritari y algunos tepehuanes encontraron refugio ante la pérdida de sus terrenos en sus comunidades de origen. Poco a poco se fueron viniendo a la ciudad huyendo de la pobreza, la aridez de las tierras, la violencia en la montaña. Huían también de conflictos religiosos ansiosos por convertirlos a los nuevos cristianismos.

 

Fidela era una mujer fuerte. En esa época tenía cinco hijos y uno más venía en camino. Había quedado viuda cuando su esposo perdió la vida en una explosión de dinamita en los trabajos de apertura de la Presa de Aguamilpa. Ella siguió el camino del tabaco para tener manera de subsistir, dar de comer a sus hijos e hijas. Se vino a Tepic para asegurar un lugar dónde vivir, aunque fuera en una casa a medio construir, levantada por ella misma.

 

Mariana se llama su hija más grande. En una de las idas al tabacal se juntó con un muchacho y se fue a vivir con él a la sierra. Tenía 16 años.

 

Un tiempo estuve cerca de esta familia, la acompañé a los campos agrícolas donde Fidela y sus hijos se convertían en una unidad familiar jornalera, en la última escala de las compañías tabacaleras mundiales. Al regreso a su comunidad, las niñas y niños entraban a la escuela-albergue, donde los maestros bilingües intentaban orientarlos en el mundo de la letra escrita y, sobre todo, les daban de comer.

 

Dejé de ver a esta familia durante muchos años. Después, con el paso del tiempo, me enteré que el hijo más grande, había “agarrado” esposa como a los 17 años; siguió el camino del tabaco y en épocas de secas, de jornalero de lo que sea. El segundo hijo, dejó la escuela cuando los caminos para abrir otras presas arriba del río Santiago convirtieron a los jóvenes indígenas en mano de obra barata para la construcción de los caminos. La tercera hija la embarazó un soldado acuartelado en las orillas de la comunidad. Las partidas militares tuvieron pretexto para subir a la montaña cuando las pistas de aterrizaje se convirtieron en posibilidades para mercantilizar algo más que bebidas y alimentos para los pueblos serranos.

 

El cuarto hijo estaba en la cárcel. Apenas había tenido la fuerza suficiente para portar un machete, se había convertido en jornalero de la caña de azúcar donde, alcoholizado, había herido a otro en una reyerta. Ninguno de los hijos de Fidela había rebasado los 17 años cuando ya sus destinos estaban prácticamente marcados.

 

En ningunos de ellos la educación fue un factor importante. El paso por la escuela fue, simplemente, una posibilidad que no fructificó. Como Fidela decía, la escuela es un lugar donde les dan de comer.

 

El hijo más chico terminó la primaria. Siguió la telesecundaria y, trató de entrar a la preparatoria, pero no lo pudo hacer porque llegó a Tepic un día después de la fecha del examen ¿cómo explicar esta inaccesibilidad cultural de los muchachos indígenas?

 

Entretanto, Mariana había tenido tres hijas. Como la historia de su madre, su propia familia se convirtió en jornalera indígena a la costa de Nayarit. Su esposo también fue peón en los caminos de las nuevas presas donde se construía la modernidad del gigante dormido.

 

Una hija de Mariana murió en el tabacal por desnutrición cuando apenas tenía dos meses de nacida. Otra, murió en el hospital de Tepic por algo tan común como la desnutrición. Sólo la tercera hija sobrevivió.

 

Casi al terminar la telesecundaria, un hombre la embarazó. La desnutrición hizo perder a la criatura apenas rebasando el tercer mes de la concepción. El proceso del aborto enfrentó a Leididi (ese es su nombre) a la realidad de las adolescentes indígenas. Un día llegó a pedirme dinero prestado para alquilar un cuarto en la ciudad. Había decidido dejar la comunidad para trabajar en lo que sea. Ese “lo que sea” se convirtió en un empleo de mesera en un restaurant del centro de la ciudad. Delgada, con la fragilidad que da la desnutrición, con el afán de escapar al destino de las jóvenes mujeres indígenas de la montaña, la vi perderse en las calles donde antes estuvo la zona roja de Tepic. Destinada a vivir en un cuarto, tan sólo con una cama y la posibilidad de utilizar un baño colectivo. Leididi vino a la ciudad en busca de alternativa a la probreza y violencia de la comunidad; la ciudad le contestó con la respuesta que da a las muchachas indígenas pobres.

 

Durante estos treinta años, desde que conocí a Fidela hasta su nieta Leididi, el gobierno mexicano ha impulsado diversas políticas destinadas a los pueblos indígenas. Tanto los sexenios priístas, los panistas, hasta el actual, de izquierda. Me pregunto ¿cómo evalúan los programas gubernamentales como exitosos cuando no son capaces de incidir para cambiar el destino de las nuevas generaciones? ¿Dónde quedan tantos programas inventados para resolver la planeación del Estado, el ejercicio del gasto, pero no para resolver la condición de los pueblos originarios?

 

Treinta años de políticas indigenistas, de supuesta “solución” a la pobreza, de políticas remediales, de políticas sociales que se presumen en informes oficiales. Sin embargo, cuando vemos el camino por el que transitan los jóvenes indígenas reales, cuando nos asomamos un poco a la realidad de las muchachas, el mundo se convierte en pesadilla, porque no han sido sujetos de las políticas del gobierno, sino depositarios de las “buenas” intenciones.

 

Las cadenas de la pobreza vinculan a Fidela, una mujer indígena analfabeta, a su nieta Leididi, escolarizada en una educación prácticamente inútil para su situación. La nieta huye de la pobreza de su comunidad, hacia un futuro quizá más incierto y, doloroso, que el de su abuela.

 

Publicado en Nayarit Opina, Tepic, Nayarit, 4 de julio de 2022.

Socióloga, Universidad Autónoma de Nayarit, correo: lpacheco@uan.edu.mx

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