Derribar, deshacer: ¡ese es mi afán!
No sin razón se teme al huracán
Más de un ave, su nido y su polluelo
a mi paso ha rodado por el suelo.
Vicenta Castro. Huracán
Oíamos el ulular del viento en las tardes de tormenta. Entonces las madres y las tías nos ataban el cabello porque decían que el cabello atraía los rayos. Me recuerdo, a mí y a mis hermanas, envuelto el pelo en pañoletas, mientras inventábamos juegos para esas tardes donde se iba la luz y no era más que nuestra imaginación y terror, los que llenaban los instantes donde los relámpagos iluminaban nuestros rostros. ¡Qué frío en medio del verano!
No teníamos la experiencia de huracanes. Eran tormentas tropicales las que nos convencían de la furia de la naturaleza: el viento veloz, la lluvia torrencial, los árboles doblándose para volver a enderezarse. En ese sobresalto, la voz de mi padre nos hablaba del pararrayos del templo del Sagrado Corazón que nos protegía en esta pequeña ciudad de Tepic; eran palabras de razón, de tranquilidad para que las respiraciones se unieran firmes, para que desapareciera el miedo. El cobijo la daban las madres, porque ellas arropaban; nos daban te caliente de canela y miel; nos miraban con quietud hasta que quedábamos dormidas.
Nadie sabía cuánto durarían las tormentas ni cuánta agua dejaban. Al día siguiente, veíamos los estragos sobre la ciudad. El agua había inundado los salones de clase de la escuela primaria Amado Nervo, por lo que pasábamos la mañana secando el mobiliario el piso, el auditorio.
Algo había de bendición en esa agua que caía del cielo sin clemencia porque todo lo lavaba. Nosotras regresábamos a un punto que antes estaba trenzado.
Los huracanes era algo que ocurría en el mar, al otro lado del cerro de San Juan. Esa serranía nos protegía de que los huracanes llegaran al valle de Tepic hasta que en 2002 tuvimos la primera experiencia con el huracán Kena. Entonces, el gobierno nos resguardó en nuestras casas; pusimos cintas de protección en las ventanas y, minuto a minuto, en la radio y televisión, nos enterábamos del avance del Kena. Hicimos compras de pánico arrastradas por lo desconocido.
En 2002 yo era la madre que tenía que tranquilizar a mis hijas. Ya no les amarré el pelo con pañoletas porque la manera de enfrentarlo era con comportamientos basados en certezas, en la ciencia y no en creencias. Desde las ventanas de la casa vimos azotar el viento contra las paredes; los árboles caerse e inundarse las calles. En la punta de mi boca yo escuchaba palabras de convicción, pero en la punta de mis dedos hormigueaba la desazón, la responsabilidad de darles la tranquilidad que a mí me habían dado mi madre, mi padre, las tías.
Los días siguientes al paso del Kena organizamos brigadas para llevar agua de beber a los pueblos que habían padecido desastres. Vimos lanchas en medio de la plaza de San Blas; albercas llenas de arena; la mitad de la carretera destruída por el oleaje que había llegado hasta el puerto. Las personas sacaban sus pertenencias mojadas para que el sol las empezara a secar. Limpiamos lodo de las casas y de las calles y ahí, en medio del lamento de los habitantes de los pueblos pesqueros, supimos que los pobres lo serían aún más, pues lo poco que tenían, lo habían perdido.
Hoy, los huracanes son esperados cada final de la temporada de lluvias. Es una experiencia con la que viven mis hijas y mis nietos. Ya no es posible pensar en temporada de lluvia sin este agregado de huracanes. Ya no hacemos compras de pánico, es cierto, pero de alguna manera, este afán de estar cada minuto esperando nuevas noticias de la trayectoria; de saber por dónde entra el ojo del huracán; a qué poblaciones golpeará, es una manera de exorcizar nuestros miedos.
Porque aunque hoy tenemos datos, información detallada en internet de los huracanes que vienen, vemos que el azul zumba y rompe la quietud.
Publicado en Nayarit Opina, Tepic, Nayarit, 10 de octubre de 2023.
Socióloga, Universidad Autónoma de Nayarit, correo: lpacheco@uan.edu.mx
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