Para
Ele
El Sábado
de Gloria los nayeri entregan las
máscaras al río donde el agua se rompe, se desangra ante las máscaras del rito.
El oleaje
de las miradas no ve la salida del agua hacia el inframundo donde el río
deposita las máscaras sagradas. Los indios nayeri
bajo el cielo sin orillas, entre las piedras descarnadas, bailaron a sus
dioses, a sus raíces, la ceremonia que los remueve y los devora.
A las
diez de la mañana volaron los pájaros, en tanto, el agua salpicaba al cielo.
Uno a uno los judíos-indios entregaban las máscaras a la sed del río, esa tumba
de agua que suena y sueña.
El agua
extiende su dominio, llega a cada una de nosotras y nos arrastra a lo largo del
tiempo. Es el río sagrado al que nos acogemos en el verde tenaz en que
crecemos.
Sólo el
agua. Una fluyente respiración de animales y dioses, ojos desorbitados y garras
solares. En el día del Sábado de Gloria el agua se convierte en horizonte, en
esplendor persistente, en la vida de quienes respiran, en las semillas y su
vaho, en las pupilas fervorosas, en la tonada de los gallos.
El río
circunda a quien lo piensa, a quien no duerme, a los indios que idénticos a sí
mismos, se repiten en la ceremonia del agua. El río sagrado de los nayeri arrrastra un silencio hundido desde
el alba al aire, desde el nacimiento hasta el canto de las mayordomías
ensimismadas y sombrías.
Ahí, en
cada Sábado de Gloria, rasgan el agua. Benditos, los indios abren los cielos a la
embriaguez humana.
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