Languidecer es como la semilla
que pugna en el suelo,
creyendo que si intercede,
será encontrada por fin.
Emily Dickinson
Sacábamos una mesa en medio del patio de la casa para elaborar esos pedazos de sabor que se llaman buñuelos. Mi madre preparaba la masa mientras las hijas veíamos, desde la orilla, el proceso por el cual harina, agua y sal, se confundían en una pasta suave y blanda. Cuando estaba débil al tacto, empezaba a extender los montículos con un rodillo. Después, venía la parte de la inquietud: cuando madre te daba el buñuelo, apenas un poco abierto, para que lo convirtieras en lo que debía ser.
Extendíamos sobre el aire. En ese movimiento de las manos se conservaba la risa de las niñas que éramos, se urdía la infancia. A alguna se le rompía, lo cual ocasionaba volver a empezar desde la bola de masa. Pero las madres tienen la paciencia para entender que el tiempo joven o el tiempo viejo es el mismo que crea las causas para despertar la vida; reparaba el buñuelo como si nada y desde esa curación, volvíamos a intentarlo.
Otra más lo terminaba parejo y rápido como si en esa maestría se rehiciera el rostro, se inventara el mañana. Si ese día no hubiera existido, todos los demás serían aniquilados por supérfluos, pero ese día existió para darnos el vuelo, vencer el insomnio, abrir la puerta. Yo ponía mucha atención a las instrucciones; todavía no sabía que esa madre vivía para mí, para mis hermanas, para nosotras.
Un foco hacía brillar nuestros rostros mientras el atardecer nos sorprendía, como en las pinturas de Rembrandt. Así lo pienso ahora cuando las pequeñas masas caían en las manos como minúsculas agonías y madre y padre estaban ahí. Su vida, sus afanes, sus melodías iban dirigidas a nuestro destino. Nuestras faldas amarillas, nuestras blusas blancas todavía están bajo el árbol de limones. Al atardecer llegaría mi padre y se sentaría en su lugar; también él estaba ahí, en ese sillón para nosotras; era el tiempo de las florecillas olorosas, el tiempo de las rosas.
Me parecía que el buñuelo era eterno. Cuando estimaba que había sido extendido en toda su magnitud, escuchaba la voz dulce que decía: “falta la orilla”. Entonces, la casa que conocía en todos sus costados empezaba a esfumarse hasta quedarme a solas ampliando la textura, mientras profundos precipicios se abrían. En tanto, yo seguía encima del tejado extendiendo y extendiendo pretendiendo cubrir la tarde, el cerro de San Juan, las nubes, la fe. No conocíamos, todavía, el juego del corazón, no conocíamos Amor empieza por desasosiego, de Sor Juana. La infancia nos dejaba extáticas en nuestros moños, en la alegre cápsula de los juegos, porque al final de cuentas, extender la masa era un juego donde vivíamos las hermanas.
Nos ruborizaba el halago de la madre; la sonrisa, si alcanzábamos ese bien tangible que se convertía en alimento. Quizá ninguna lo lograba, pero éramos propietarias del milagro cuando por la noche, se celebraba con el almíbar. La desesperación no cabía en esa cena ni las habitaciones abandonadas ni las paredes sin espejos. Estábamos vestidas para la súbita fiesta que significaban los buñuelos; eran el conjuro para todos los dolores, el amuleto para todas las adversidades.
Felices, éramos pensadas en los sueños de padre y madre y nosotras, comíamos las estrellas.
Socióloga, Universidad Autónoma de Nayarit, correo: lpacheco@uan.edu.mx
Publicado en Nayarit Opina, Tepic, Nayarit, diciembre 2 de 2020.
Conmovedor, cercano y sincero. Uno de los relatos más hermosos y sentidos que he leído. Cada línea es un deleite de prosa poética que resuena y permanece a primera vista.
ResponderEliminarAplausos de pie.