lunes, 8 de septiembre de 2025

El cielo azul

Para Aidé Grijalva 

que vive en otros cielos.

 

El cielo azul nos apacigua porque, seres finitos que somos, nos cobijamos en esa visión horizontal sin límites.

 

¿Qué es el cielo azul? No es el cielo con sol; tampoco el cielo con nubes. Cada uno dice algo diferente a nosotras, las mortales. El cielo con sol es el transcurrir del día; lo que avanza desde el amanecer hasta el ocaso. El cielo con nubes es la llovizna que se avecina, la tormenta del verano, el chubasco. El cielo plomizo nos traerá la niebla y el cielo, casi blanco, se desvanece.

 

Hay cielos de rojo intenso, de nubes rosas sobre montañas verdes. Esos cielos son el ocaso del día, el final de la jornada iluminada, el declive que anuncia la obscuridad.

 

El cielo azul es la quietud. Quizá por ello, el infinito lo imaginamos de ese color. La Creación, de Miguel Ángel, surge del cielo azul donde Dios inició lo existente y donde terminará. Ahí están, apaciblemente, las almas que son trasladadas al ámbito superior y también, las almas farragosas que caen a las bocas de los demonios. En el centro, el juez divide el arriba y el abajo.

 

Las bocas de los demonios son rojas, son negras.

 

En las ilustraciones de los paraísos de todas las religiones, el cielo azul es la promesa de todo lo que llevamos con nosotras, de los encuentros cálidos, las tardes del arrullo, los abrazos de las amigas.

 

En el cielo azul lo que late se detiene y se mira el espacio alrededor sin problemas de siglos, ni de caos insolente.

 

Miramos el cielo azul desde los seres verticales que somos. Si no estuviésemos de pie, ¿podríamos verlo? ¿lo ven las arañas y los hipopótamos? ¿Se estiran los árboles para alcanzarlo? ¿Quedaron, a mitad de camino, las altas cumbres?

 

Hacemos reverencias a esos cielos con la voluntad de elegir. El arrobamiento despliega nuestros labios para tener descanso en las cascadas, sosiego en los ríos, reposo en mares enfurecidas. Entornamos los ojos pensando en el tímido ensayo de permanecer en su cobijo.

 

Aunque queramos ignorar el cielo azul a la hora del sueño, vuelve a surgir adecuado, recortado por las montañas de la lejanía; suspendido sobre el mar que lo confunde. Entonces, en esa real vestidura del mundo, volvemos a imaginar las hijas, los besos silenciosos, la tierna infancia, la vejez permitida.

 

Somos una humanidad fascinada por el azul del cielo, por su brillante posibilidad de luz, de la luz.

 

Me alejo de la ventana para caminar hacia algún lugar. Vuela el papalote, corre la niña, ladra el perro, se alza la ola. Ahí está el cielo azul en su inmaculado infinito de estar.

 

También vi otros cielos con otros azules que se aferraban a su virtud. Eran azules quebradizos, azules bondadosos, iluminados por un pálido sol. Estuve bajo azules de fuego en estricta obediencia a las leyes del caos.

 

El cielo azul alcanza su unidad por su pureza, por su manera de desvanecerse.

 

El cielo azul no niega la obscuridad, la vuelve clara. Tranquiliza nuestras angustias y entonces, podemos llenar los ojos del amanecer donde volvemos a llevar a cabo los desacatos y las transgresiones; vivir de nuevo en la renovada aniquilación de la mortalidad. El cielo protector aquieta los pulsos de las generaciones, nos devuelve al centro de nosotras mismas, a la casa terrenal que somos.

 

Basta con que veas una vez el cielo azul para ganar lo que has perdido, para que regreses al centro de ti misma, para que recuperes la blandura del mundo.

 

Es lo inmaterial que te devuelve lo visible; eso que solo puede ser visto si traspasas las rocas. Si, en silencio, comprendes la armonía.  

 

Porque el cielo azul transparenta la obscuridad, inicia el día: somos nosotras las que amanecemos.

 

Publicado en Nayarit Opina, Tepic, Nayarit, 6 de septiembre de 2025.

Socióloga, Universidad Autónoma de Nayarit, correo: lpacheco@uan.edu.mx

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