En la madrugada me despertó el silencio.
Fue como si en su corazón
se hubiese abierto un agujero
más silencioso aún,
como si fuese una boca insaciable
que se devorara a sí misma.
¿Puede el silencio contener en sí mismo más silencio?
Carlos Arcos. Diario de Cuarentena
Extraño saludar a las vecinas de mi casa a la oficina, esos pequeños gestos en los que nos reconocemos cuando caminamos por el barrio; llegar a la universidad donde conozco a quien abre la puerta, las alumnas que van pasando, la secretaria que, a esa hora, inicia la labor de añadirle cotidianidad a un espacio de trabajo a través del aroma del café, los buenos días.
Extraño a mis amigas del trabajo, el trabajo mismo. Ese pequeño nerviosismo de llegar a tiempo, de prepararse para el encuentro con otros y otras, ese apurarse para estar en el lugar convenido a una hora determinada. Saber que nos veremos unas a otros, nos saludaremos y en esas pequeñas ceremonias preguntaremos por las hijas, la salud, la familia, como si no pudiésemos empezar a trabajar sin esas mínimas liturgias.
Extraño la ironía de alguna, el sarcasmo de otro, la reacción previsible de aquella, la placidez de quien une y convoca, el sospechosismo permanente de ya sabemos quién, la carcajada triunfal del fondo, el silencio de alguien más, la mirada de quien ausculta nuestros gestos. Todos esos comportamientos que se instalan en los colectivos donde somos lo que expresamos, asentimos, rechazamos y, con ello, nos reconocemos en plural. La presencia del coordinador, de la directora, de quien encabeza programas; les extraño en sus lugares donde nos ven ir y venir como testigos de las puntadas que damos para hacer posible la urdimbre en la que laboramos.
Quisiera ver a las compañeras de trabajo, que son, ahora, cómplices para atravesar pantanos, reír en los triunfos, atesorar en el trayecto. A veces traen algo de casa: fruta, fotos de sus hijas, flores, que ahora sé, son las ofrendas de las amistades largas, de los espacios compartidos, de los rituales que nos construyen.
Extraño estar en el salón de clase, ese instantáneo refugio de la vida donde vemos las expresiones de asombro, indiferencia, gusto, de muchachas y jóvenes ante explicaciones que tratan de narrar el mundo en palabras, en ecuaciones, arropamientos para seguir aquí, otorgar sentido al hecho de vivir.
Anhelo encontrar a mi amiga con quien camino en la mañana. Esas pláticas mientras el sol pinta de rojo las montañas que nos rodean, son solo un pretexto para aconsejarnos, regocijarnos con los logros de la otra, compartir algunos dolores de ayer, las leves alegrías de cada día, la incertidumbre en la que seguimos. Extraño a las que nadamos en una alberca fría y después vamos al restaurant de siempre a los jugos nutritivos. Saber cómo vamos aprendiendo a ser suegras, abuelas, a envejecer, es un ejercicio que hacemos en esos momentos que parecen frugales pero que se convierten en anclas de la vida.
Extraño a mis amigos con quienes desayuno una vez al mes; con quienes desayuno para hablar de trabajo o de cualquier cosa que en ese momento pase por la ventana desde la que nos asomamos a la vida.
Deseo ver a mis amigas con quienes nos confabulamos para avanzar los derechos de las mujeres, con las que hacemos declaraciones, performance callejeros; con las que armamos las protestas contra los feminicidios; extraño sus voces de la firmeza, sus convicciones, sus decisiones para ir adelante. Las cenas y el vino, si es con ellas, es un regocijo del corazón.
Extraño a mis amigos de las exposiciones de pintura, la música, el teatro; vernos con el pretexto de la inauguración de la exposición temporal, del Salón de la Plástica, de los grabados. Las noches de tequila y canto son convertidas en bohemias de la comunión.
He dejado de comprar juguetes y chocolates, envejecidos en ausencia de hijas y nietos. Anhelo volver a jugar al desfile de modas, cocinar galletas, ver caricaturas que no entiendo, tirar caballitos. Anhelo visitar a mis hermanas, a mi madre. Ese impulso vital de simplemente vernos en las familias gregarias que somos en América Latina donde un cumpleaños de quien sea, la celebración de la que llega, la noticia de alguno, convoca a cuatro generaciones alrededor de comida, de chismorreos.
Sí, extraño a las personas con quienes hago mi vida, eso que llamamos la comunidad que nos conforma y que ahora está ausente: verlas, percibirlas, tocarlas. Hoy mi vida está cargada de rincones, de pantallas; faltan los roces de los cuerpos, las miradas, los olores de la cercanía. Faltan los seres humanos que, en sus oleadas, habitamos, porque sin ellos, como dice Carlos Arcos, el silencio se vuelve más silencio. El silencio de ser sin los cuerpos.
Socióloga, Universidad Autónoma de Nayarit, correo: lpacheco_1@yahoo.com
Publicado en Nayarit Opina, Tepic, Nayarit, agosto 14 de 2020.
Todos te extrañamos tambien a ti mami
ResponderEliminarHija, chula, preciosa. Ya nos veremos!
EliminarExcelente reflexión, sin duda nos pone a valorar cada aspecto de nuestra vida diaria. Y hoy con esta pandemia, añoramos más que nunca regresen esos momentos, de pertenecer y estar en comunidad. Le mando un afectuoso saludo.
ResponderEliminarTe extraño.
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