jueves, 6 de agosto de 2020

Prevención

-Alberto venía por las tardes para llevarme a pasear en la alameda. Cuando llegaron los automóviles a la ciudad, fue de los primeros en tener uno, trató de enseñarme a manejarlo entre risa y sorbetes. Era todo un caballero, habló de nuestra boda con mi padre antes de que yo lo consintiera, así que toda la familia se enteró del día que me pediría casamiento, estaban en contraseña-. 

 

La tarde se deslizaba mientras mi tía Luz seguía ensimismada contando el enamoramiento de su vida. La cara se le iluminaba al pronunciar el nombre de Alberto, una extraña sonrisa aparecía en su rostro deteniendo la respiración

 

-¿Por qué no se casó?-le pregunté. -Si lo quería tanto y él a usted-. 

 

Habló para sí misma, como si estuviera sola. Su mano sostenía un pequeño camafeo de carey: 

 

-En una ocasión veníamos del paseo cuando don Luis Jiménez le dio un pequeño golpe al coche; realmente no era nada de cuidado, pero, por un instante ví en Alberto una cara que no le conocía. Por la noche soñé cavernas alejadas del sol, me costaba trabajo respirar en esa boca negra. Al día siguiente le mandé devolver la tela que había traído para el vestido, los encajes, las espiguillas, los cojines de terciopelo, el ramo de azahares, las aleluyas de plata. No quise conocerle ese rostro, ni tener tratos con ese Alberto-. 

 

Su mirada siguió las nubes viajantes sobre el horizonte, envuelta en su agua de rosas, el alma inundada de paz. El cielo enrojecía.

 

Publicado en El Vigía del Pacífico, 5 de agosto de 2020.

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