El agua y la tempestad comenzó a crecer tanto
que no menos tormenta había en el pueblo que en la mar,
porque todas las casas y iglesias se cayeron,
y era necesario que anduviésemos siete u ocho hombres abrazados
unos con otros para podernos amparar que el viento no nos llevase.
Alvar Núñez de Cabeza de Vaca. Naufragios. 1555.
Muchos años vivimos en un paisaje sin huracanes. No teníamos ninguna razón para estar despiertas cuando escuchábamos el ruido de la lluvia caer en las azoteas de las casas. Estábamos seguras de que, al otro día, la mañana llegaría con los sonidos de la ciudad: ¡calabaza enmielada! ¡agua de Acayapan!
Dejaríamos el sueño para adentrarnos en una paz amplísima donde el paisaje era trastocado por los suspiros de llegar a la adolescencia. El volcán del San Juan seguía ahí, en su afán de muralla frente al mar, albergando los colores del atardecer. Entretanto, las estrellas miraban la elección de nuestros vestidos, la frugalidad de los diálogos.
Ahora el sueño se detiene a media noche sobre el vendaval que alimenta la tormenta, la locura de las aguas, la furia del viento. El agua alcanza los pies y puede ser, que llegue hasta el pecho. Despertamos al paisaje donde el agua desbordada es el sello de la noche. Relampaguea la certeza del trueno mientras la fina lluvia se empecina en vibrar sobre las casas, ensanchar los ríos, ahogar los caracoles.
De nada sirve estar si no descubres tu sentir.
Otros años, fuimos a expiar la juventud en localidades lodozas para espantar las epidemias, acarrear muebles, ahuyentar dolores. Otros años estuve en las carreteras truncadas donde mujeres de ropa colorida pasaban de una barca a otra abrazando a sus hijas y ellas, a su perro; los hombres cruzaban las aguas en su heroicidad de tierra firme.
Vimos embarcaciones llevadas hasta el cine municipal, vacas arrastradas río abajo, peces aventados al centro de la plazuela. La danza del aire y del agua vislumbrada a la luz de los relámpagos muestra el terrestre poder, el celeste poder de lo indomable. Quedan las casas enlodadas, la estufa en la esquina de la calle, la cama en el fondo del arroyo. Ahí clamamos sobre el frío que multiplica el desamparo.
Ante mujeres errantes o marineros perdidos, las aguas borran la frontera de lo conocido; nos colocan en otro lugar desde donde sentimos la fragilidad, lo inesperado del cielo, el pájaro que huye. Clamamos como todas las multitudes de las costas huracanadas desde los tiempos del judío errante hasta los de la energía atómica.
Hoy caminamos en el sendero de ciclones anunciados, de octubres líquidos, de sueños improbables. Permanece la ciencia de la naturaleza amenazante, cruel, vengativa de las acciones humanas. Consultamos los cielos del internet para dominar el miedo en aras de no hacer alusión a deidades primitivas, a castigos demoníacos.
Sin embargo, ante el bramido del océano inmenso, del agitar de los vientos, del desprendimiento de palmeras; de los monstruos de agua y aire nacidos en el mar, prevalece la soledad de la conciencia que siente. Entonces, abstraída, muda, surge la veleidad de diosas antiguas en perdidas creencias; diosas de conjuros secretos, a las cuales nos entregamos.
En la perplejidad, el paisaje huele a inundación, a zozobra humana.
Publicado en Nayarit Opina, Tepic, Nayarit, 24 de octubre de 2022.
Socióloga, Universidad Autónoma de Nayarit, correo: lpacheco@uan.edu.mx