Hay cosas que sentimos en la piel,
otras que vemos con los ojos,
otras que nomás nos laten en el corazón
Carlos Fuentes
“Cuando hizo erupción el volcán Ceboruco, las familias de Jala, localidad situada a sus faldas, se apresuraron a salir del pueblo. Era febrero de 1870, no había luz eléctrica, las casas eran chozas de paja; las calles, de mera tierra. Se oía el estruendo del volcán; la lava avanzaba en su leve deslizamiento; el aire espesado por la ceniza apenas permitía respirar. Los habitantes despertaron apresurados para ponerse a salvo. Una familia que vivía en la hoy calle Guerrero, por la que se llega al volcán, levantó a sus hijos para huir; sin embargo, en el ajetreo, un niño de cerca de seis años quedó rezagado. Intentó ir tras sus padres, pero fue imposible alcanzarlos entre la neblina del polvo volcánico. Cuando padre y madre se percataron de la ausencia, quisieron volver por el niño, pero el tumulto de la gente que venía detrás, más la prisa por salvar a quienes iban con ellos, no pudieron hacerlo.
Años después, los matanceros que de madrugaba se enfilaban al rastro ubicado en la misma calle, divisaban a un niño que salía de la mitad de la cuadra, para sentarse en una piedra de la esquina. Ahí miraba el camino al Ceboruco esperando el regreso de sus padres. Los matanceros se aluzaban con candiles de petróleo; en cuanto se acercaban, el niño desaparecía, sin que pudieran dar cuenta de a dónde ingresaba. Más de una vez tocaron a la puerta de la casa más cercana para informar que un niño había salido a la calle a esa hora. Las familias, extrañadas, respondían que no tenían niños de esa edad o que todos se encontraban dentro de casa.
Mi generación y muchas más, escuchamos esta historia de nuestros padres, quienes, a su vez, las escucharon de sus padres y abuelos”.
Este fue el relato de Miguel González Lomelí el tres de enero de 2023 al develar la escultura colocada en el cruce de las calles Guerrero y el callejón de La Lomita, lugar donde se ubica la leyenda del Niño de la Piedra. La artista visual Nadia Saldívar realizó una escultura en la pared, donde se muestra al niño sentado en la piedra. Una silueta del volcán le sirve de manto; la majestuosidad de la montaña como madre que cobija. Debajo de la escultura, se colocó una piedra donde cualquiera puede sentarse a ver el atardecer.
El día de la inauguración, un niño de esa edad recreó la historia saliendo del recodito de la cuadra y yendo a sentarse a la piedra. Estaba vestido de manta como en esa época y su cara mostraba el desconcierto de quien está perdido. El Pitero de Jala tocó melodías tradicionales acompañando los pasos del niño.
Las leyendas orales tienen ese sentido: recuperar las historias vinculadas a las esquinas de los pueblos donde la gente se reconoce. Los habitantes de ese barrio estuvieron presentes en la develación de la escultura y ahora, tarde por tarde, los pobladores pasan y se detienen ante el mural resaltado, observan al niño, toman fotos y hablan de ello.
Aunque la escultura le otorga un plus al poblado de Jala, lo cual puede agregarle valor turístico, lo cierto es que son quienes habitan el pueblo, los destinatarios de esta huella de la materialidad de la memoria oral. Puede ser que para muchos de ellos sea la primera vez que están en presencia de una obra de arte, porque eso es lo que ha hecho la artista Nadia Saldívar: acercar el arte a quienes no tienen acceso cultural a los museos.
Las leyendas se materializan y con ello, se estrechan los vínculos identitarios de la comunidad. Gracias a la familia González Lomélí, por hacer posible esta iniciativa que da sentido a la pertenencia a un lugar.
Socióloga, Universidad Autónoma de Nayarit, correo: lpacheco@uan.edu.mx
Publicado en Meridiano de Nayarit, enero 10 de 2023
Excelente reseña querida Lourdes, ya compartí la publicación con Nadia Saldivar y la Red de Ecomuseos de Nayarit, así como con los integrantes de La Crónica de Nayarit A.C. Felicidades !!!
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