Entra desarmado a este libro de poesía, estimado lector o lectora. Pero advierto: es de una poeta de la región occidental de México, de ahí donde los cárteles de la droga y los de quién sabe cuántas atrocidades más han librado una guerra y han dejado huellas entre las ramas de la selva, los cañaverales, las olas de la costa del Pacífico llamada Riviera Nayarit y el corazón de tantas víctimas y sus familias, que también lo son. Tepic, capital de Nayarit, es la tierra donde bebió del aire Amado Nervo.
Entra desarmado, y acógete a la esperanza sola de ver nombrada la crueldad y la muerte violenta de una manera entrañable, luminosa, bella. Como no queriendo develarlas en el texto del poema, pero documentando muy bien a pie de página cada caso truculento, adolorido, que el poema evoca, de manera susurrante. A plena luz, bajo la neblina o en plena oscuridad, con delicadeza.
La poesía no se puede leer con un escudo puesto. Hay que dejar a un lado la beligerancia, reposar los agravios, agradecer lo que venga desde el alba y después. Porque la poesía honra la vida y retrasa la guerra o quisiera retrasarla y evitarla. Como las mujeres que, en Homero, Ilíada, de Alessandro Baricco, reflejo de su original griego, pero más al alcance de nuestros pensamientos, se detienen a conversar en largos parlamentos para postergar la confrontación. Para intentar crear otra belleza que no proceda de las espadas afiladas ni de los desfiles militares, dice el autor italiano en las apostillas de su obra. En fin, para introducir nuevos modelos dignos de admiración, y de imitación, más allá de los rígidos generales pertrechados de medallas.
Y luego ten presente, lector, lectora queridos, que los poetas en esta patria nuestra no quisiéramos estar siempre únicamente a la intemperie de la sangre; también sabemos –y debemos– escribir del vuelo de las luciérnagas, aunque sea diminuto, o del relámpago del rayo, aunque suene eterno. También añoramos la paz, una paz construida entre muchos, dialogante, escuchante, trabajada y esculpida como un mosaico de múltiples figuras en armonía.
Conocí a Lourdes Pacheco Ladrón de Guevara a raíz de unos talleres de poesía que Ricardo Yáñez y Carmen Villoro, entre otros, impartían a un grupo de poetas nayaritas. Alma Vidal, que formaba parte de este grupo, me invitó a presentarle su libro Los frutos del tiempo en Tepic en 1996 y de ahí vino el contacto inicial. Pasé dos días muy gratos en la capital nayarita. Años después, fue la misma Lourdes quien me invitó en 2011 al Coloquio Nacional de Letras del Pacífico Amado Nervo, titulado “Poeta, tú no cantes la guerra”, auspiciado por la Universidad Autónoma de Nayarit, en la cual ella ha desarrollado una amplia carrera académica.
Comienzo a leer Madres Nuestras, y siento como si la poeta hubiera puesto una piedra encendida en mis manos. Es un libro que registra al final de cada poema, un episodio trágico, de desaparición, feminicidio, asesinato. Pura lumbre de dolor. ¿Es posible hacer poesía con esa materia prima? me pregunto. Pero la respuesta es casi inmediata: ¿de cuál otra sustancia, de cuál otra cantera sacan los poetas su tinta, su sangre, su esperanza, su desolación, su consuelo, sino del dolor, la ausencia, el hambre de unidad?
El corazón del libro son los pasos, faenas y sueños de las madres buscadoras de sus hijos e hijas asesinados y desaparecidos. “¿De qué sirve elevar la mirada a los dioses?”, escribe Lourdes (poema 3). El suyo es un buscar en la noche. “¿Quién llama? ¿Quién cerca el silencio con súplicas?” (poema 4). El odio se ha encarnizado contra ellas: es un odio que no les da reposo. Y sin embargo, caminan con una esperanza inconstante, que les da consuelo (poema 1).
La desaparición cubre de ausencia el mundo. Hace agonizar a aquellas que aman a quienes no están (poema 5). Las hace caminar con la piel abierta (poema 6). Entre la agonía y la espera (poema 7). Son despiadadas la catedral y el palacio por la mera presencia de las que buscan (poema 8).
Suben, ascienden las palabras poéticas. Pero en cada página, como corolario del poema, aparece la síntesis de la nota roja y es como si la oscuridad llenara con su pena el tiempo… Copio algunas de los poemas iniciales.
48 cuerpos recuperados de desaparecidos.
50 no han sido identificados
Tepic, diciembre 2019.
El esposo la estranguló,
la enterró en un lote baldío.
Mezcales, Nayarit, febrero 2021.
Después de la fiesta,
golpes y violencia sexual hasta que la mataron.
Tenía 17 años.
Amapa, Nayarit, marzo 2021.
Era la noche,
a balazos la mataron,
a balazos.
San Cayetano, Nayarit, mayo 2021.
Un automóvil la golpeó,
otro le pasó encima.
Tenía 20 años y era transexual.
Tepic, Nayarit, mayo 2021.
Lavó el colchón donde la mató,
lavó las sábanas, la enterró en el patio.
Bahía de Banderas, agosto 2020.
Y así podría seguir…
Lourdes honra la memoria de las víctimas, se hace luz con esas mujeres que van buscando a sus hijas en la intemperie de las fosas, o de los juzgados; en las fauces de un sistema que les ha dado la espalda (poema 9). Esas madres hacen y rehacen cuerpos a partir de los huesos, alfabetos de huesos para nombrar a la hija ausente, sola, sin un campanario, sin un ave minúscula (poema 11). Inevitable conectar en mi memoria con las madres buscadoras de Ciudad Juárez, o con las de mi propia tierra, en Jalisco, o con las de tantos otros puntos de este México humeante de polvo levantado por sus pasos persistentes.
La geografía se ha vuelto cementerio, campo donde tirar a quienes se ha descartado. La poeta se declara en la des pertenencia. “Nada de lo que tengo es mi propiedad”, y su pregunta punzante es “¿Acaso podemos detener el dolor?” (poema 13).
Se resiste a la estigmatización oficial, al “en algo andaban”; “se lo buscaron”; los hijos son los hijos (poema 14). Nueve feminicidios la llevan a escribir el atroz dolor de las madres que sobreviven a sus hijas, pero con la vida trunca (poema 16). Y justo al dar la vuelta a la página leemos que canta al árbol de mango que ha vuelto a dar flores (poema 17). Y luego aparece el mar, y con él las tortugas, las ballenas, un atardecer al que quien escribe no irá (poema 18).
Y prosigue, conectando sin duda a las madres nayaritas con las madres buscadoras de Veracruz, Sinaloa, Sonora, Guanajuato, Jalisco, Coahuila, ¿cuál rincón se salva en este país nuestro de albergar fosas con restos humanos, que son buscadas a través de cientos de pisadas por años y por años?
“Si un ave pudiera hacerles una seña,
si las abejas, con su danza, las condujeran.” (poema 21).
Rememoran el tiempo en que el domingo se convertía en paraíso (poema 22).
Hago una pausa en mi lectura y pienso en Memorias de un corazón ausente. Historias de vida, coordinado por Jorge Verástegui bajo el auspicio de la Fundación Heinrich Böll, de 2018. Las voces de las mujeres, sobre todo madres, describen ahí a sus amados desaparecidos en Coahuila. Cuánto eco encontraría este libro Madres Nuestras de Lourdes Pacheco en miles de madres que siguen acariciando el cabello de sus hijas e hijos a la distancia, en la imaginación. Mientras la Iglesia, los palacios donde anidan los poderes, los juzgados y las notarías las ignoran, como tordos en día nublado, mientras ellas encarnan la paciencia (poema 24).
Ni el aleteo del colibrí de encandilado azul capta los sollozos de las madres, sus quejas (poema 26). Pero no es un destino elegido, confiesa páginas adelante: “Nadie por su propia voluntad decide habitar lo fantasmal.” (poema 28). Y con todo, pese a las tempestades que las agitan (poema 47) en el abismo de los desaparecidos (poema 48), son madres victoriosas, escribe, pues conservan su ciclo interior: dejan vivir lo que tiene que vivir, y dejan morir lo que tiene que morir (poema 30). Cantan como si estuvieran rodeadas. La dulzura en el nombrar a sus ausentes es lo suyo (poema 32). Son madres que vuelven a parir a sus idos con cada desenterramiento. Quieren arrullar todos los huesos encontrados; todos son sus hijos (poema 33).
En el poema 36 pienso en Wendy, desaparecida en la ruta Bahía de Banderas–Guadalajara en enero de 2021. “Viajan como peregrinas. Envueltas en calamidades nadie sabe si verán brillar un nuevo día ni a dónde irán a encaminarse, si llegarán a la puerta del paraíso…” Pienso en Baruc, su hermano, que no deja de buscarla, en sus papás… Me pregunto cómo, por qué caminos, a través de qué ternura y empatía amorosa ha podido Lourdes adentrarse tanto en esa intimidad de Madres a las que llama Nuestras, en mayúscula, en merecida mayúscula, en merecido plural de adueñamiento de un país que las hace suyas y debe honrarlas, como pilares de comunidad, de vida pacífica y civilizada, como teas ardientes de humanidad, que siguen cantando a la vida en medio de su tarea de luciérnagas.
Como lo hiciera Julia Monárrez con las mujeres asesinadas y desaparecidas en Ciudad Juárez, llevando el más minucioso registro, Lourdes Pacheco ha ido coleccionando notas de prensa, historias de vida, hallazgos, nombres, fechas, páramos, ciudades, playas, cañaverales.
La poeta nos interpela: somos una sociedad vieja, sí, esa que va de compras, esa que consulta pantallas para evitar aglomeraciones de tráfico, esa que toma vacaciones frente a un mar sin sangre… Y mientras…la catástrofe cobra altura (poema 44).
Este poemario debieran leerlo las madres de todos los colectivos de búsqueda. Pero también el personal de las fiscalías, juzgados, comisiones de búsqueda, corporaciones policiales, civiles y militares. Y también quienes defienden derechos humanos, y las y los poetas que hemos traído el alma empenumbrada desde hace años por esta no guerra que sí es guerra y que nos lleva a cantar y a contar con más intensidad que antes esas pequeñas cosas que vamos haciendo grandes porque nos ayudan como muletas para la esperanza.
Lourdes Pacheco enumera algunas de estas pequeñas grandes cosas. “Abracémonos juntas nosotras mismas mientras deletreamos las sílabas con que comienza el alba.” (poema 59). Pequeñas grandes cosas que nos salvan, porque las que parecían grandes faenas, como la democracia, el cuidado sostenible de nuestro mundo y la paz están muy cerca del naufragio y no ofrecen asideros. En cambio, que una mamá siga cantando una canción de cuna, acariciando un borrador en forma de dinosaurio, peinando en el aire el cabello de su hija… eso, a gotas, con su fina persistencia, nos alimenta el sueño de que la luz llegue.