Me crié muy perlática, flaca, me daban unos calenturones que mi madre me curaba con limones, me ponía emplastos. Ya de grande me compuse. Entonces los muchachos andaban en buenos caballos, con sus capotes, todos los muchachos andaban en sillas nuevas, en sillas viejas y las muchachas de mi edá, montábamos y nos íbamos a los ranchos a correr. Corrían los muchachos y nosotras también.
Un día me caí. Casi me moría porque no se dieron cuenta cuando me arrastró el caballo. Soñé unos puercos bichis que se escondían entre los matujos, los seguí hasta que llegamos a una cueva con mucha luz, como si el sol fuera a estallar de tanta luz. Cuando desperté, se me había quitado el gusto por los caballos y las corretizas. Empezaron a ir a mi casa para que les curara sus dolencias porque decían que yo había regresado del más allá. Yo no hice caso, pero se enfermaban y en ese tiempo, no había medecinas. Di por decirles cosas bonitas, les recetaba remedios con limones y manzanilla. Así, unos se curaban, hasta que mi casa ya fue la de las curaciones.
Mi nombre es Nazaria pero mi madre me puso Negra porque en el rancho había una señora que le decían Nazaria la ombligona y no le gustaba. Ese día que me llevaron a bautizar el padre dijo que no me podía poner Negra.
Publicado en El Vigía del Pacífico, 2 de junio de 2020.
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