Enseñar siempre:
en el patio y en la calle
como en la sala de clases.
Gabriela Mistral
Las maestras nos muestran horizontes para que alcancemos otras alturas. Con motivo del 15 de mayo, quiero recordar a las maestras de mi vida escolar. Del Jardín de Niños Luz María Serradel (1958-1960), a Felicitas Ulloa, a la señorita Berenice y a la maestra de piano: Julia Cisneros. De la Escuela Primaria Amado Nervo (1960 a 1966), -escuela de niñas-, a Guadalupe Zavalza en primer año; Camerina Becerra, en segundo; Angelina Escudero, en tercero y cuarto; Noemí Valle, en quinto y Catalina Romano, en sexto.
Después, en la Escuela Secundaria Justo Sierra, recuerdo a la maestra de cocina, cuyo nombre he olvidado; la clase empezaba yendo al mercado donde nos enseñaba a escoger verduras, frutas, pollo y pescado antes de preparar los alimentos, en una época donde los pollos se vendían vivos en los mercados de Tepic. Después, en la Escuela Secundaria Moisés Sáenz de Huichapan Hidalgo donde cursé segundo y tercer año (1967-1969), a la maestra de química Margarita Delgado; la maestra Basilisa, de biología, la maestra Alicia Aguirre de mecanografía y a la maestra Consuelo Guevara de literatura.
En la Preparatoria de Tepic, sólo la maestra Blanca Cervantes, nos dio clase (1969-1971). En la licenciatura en Derecho (1971-1976) no tuve ninguna maestra. En la Maestría en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (1976-1978), solo me dio clases la Doctora Carmen Miró, experta en Demografía; mientras que, en el Doctorado de la UNAM (1978-1980), solo asistí a un seminario con la Dra. Rosa Kuminsky: el seminario de Estado y Economía.
Son los gestos, las inflexiones de voz, el entusiasmo, lo que va quedando como recuerdo de las maestras; el taconeo con que entraban al aula, el perfume que esparcían. Las maestras eran mujeres perfumadas a diferencia de nuestras madres y abuelas que quedaban en casa. Las abuelas olían a frijoles recién cocidos, a leche hervida; al agua fresca de la pileta que enseñoreaba en las casas de corredores de adobe y ladrillo. Ahí transcurría su vida entre los fogones, el patio de flores y el agua. Las maestras, en cambio eran mujeres de perfume.
Conocíamos qué maestra se acercaba al salón de clase o a la dirección de la escuela, solo por el taconeo.
Recuerdo la satisfacción de estas maestras cuando aprendíamos las fracciones, memorizábamos la poesía del homenaje del lunes o porque, por fin, el tejido, nos salía parejito. Eran maestras de la memoria, de la reflexión, pero también de las labores de las niñas, como la costura, la cocina o la mecanografía. A las niñas de entonces nos enseñaban costura como un aprendizaje propio y necesario para las mujeres que seríamos en el futuro. Desde la puntada sencilla del primer grado hasta el bordado en seda del sexto grado. En segundo año nos enseñaban a bordar en punto de cruz en telas ya cuadriculadas; en tercero, a tejer con aguja; en cuarto seguían los deshilados y en quinto año, el bordado de punto de cruz fino.
Cuando nos repartieron los libros de texto gratuitos, en el primer año, fue inusitado; era una verdadera fiesta puesto que, para muchas alumnas, fueron los primeros libros que se tuvieron en casa. Mis compañeras venían de la pequeña ciudad de Tepic, pero, sobre todo, de los pueblos rurales cercanos como La Fortuna, Lo de Lamedo, El Rincón. Amamos esos libros que forrábamos con periódico y pegábamos con engrudo; las maestras insistían en el valor de lo escrito. Los abrazaban como tesoros y se convirtieron en textos que guiaron nuestra imaginación. Lecciones enteras las memorizamos.
Ahí estaba Mi mamá me mima, Lola asea la sala, que hoy podemos leer como estereotipos femeninos, pero que nos introducían a la musicalidad del lenguaje. También leímos:
Cultivo una rosa blanca
en junio como en enero,
para el amigo sincero
que me da su mano franca
Y para el cruel que me arranca
el corazón con que vivo
cardo ni ortiga cultivo,
cultivo una rosa blanca,
poema de José Martí como un canto a la hermandad.
Las maestras nos hablaron de ellas mismas porque era imposible que no lo hicieran. Todo el año con su vida frente a nosotras nos iban dejando partes de sus propias vivencias, esperanzas, proyectos fallidos. Nos enseñaban no solo los contenidos de los libros, sino también, cómo entender los libros; la importancia de la formación al inicio del día; el prestigio individual del uniforme limpio y alisado; la relevancia de saludar de pie cuando llegaba la directora; la generosidad de hacer acciones para los demás al formar parte de las comisiones para adornar el salón o asear el aula; el orgullo de desfilar con el nombre de la escuela; la alegría de los juegos entre las niñas.
Ahí estaban las maestras-madre como una de las primeras generaciones que salía de casa a trabajar. El horario era de 9 a 13 horas y de 15 a 17. Nos dejaban tarea de la mañana para la tarde, aunque generalmente, la tarde era para las clases de música y las costuras; actividades armonizadas en el mismo espacio.
Cómo no agradecer a la que alabó la buena lectura, la que nos subió al teatro escolar para declamar, la que nos hizo dar un paso al frente para distinguirnos con una pregunta, la que comentó la buena caligrafía. También, a las que devolvieron la tarea por incompleta; las que deshicieron la costura porque estaba mal la puntada; las que deshicieron el tejido de ganchito; a las que nos sacaron del desfile por no llevar el paso. A todas, porque sus acciones, sus palabras, sus actitudes, nos llevaron a ser lo que ahora somos.
Aquellas que estuvieron con nosotras repitiendo las lecciones para que las aprendiéramos; aquellas que nos enseñaron a enseñarnos unas a otras porque a las que habíamos entendido a sacar decimales o raíz cuadrada nos asignaban una niña que no lo había entendido para que nosotras le explicáramos. Invertíamos parte del recreo para ayudar a esas niñas que todavía no entendían un proceso o concepto.
Esta manera de transmitirnos este acompañamiento entre nosotras, lo que ahora se llama mentoría o tutoría, fue parte de la construcción de la generación a la que pertenecemos. Las maestras de la escuela primaria trataban de que todas las niñas se ayudaran unas a otras para que ninguna quedara rezagada.
Pienso que en la edad adulta somos esa curiosidad que las maestras sembraron en nuestro cerebro ¿cuántas partes tiene la amiba? ¿por qué caen en diferente tiempo una pluma y una piedra? ¿si reparto 120 manzanas entre 8 marineros durante cinco días, cuanto debo dar a cada uno, cada día? ¿cómo te gustaría contribuir con la Patria? Si encuentras un pájaro herido, ¿qué haces? Esas preguntas siguen teniendo sentido en la edad adulta porque, prácticamente, seguimos tratando de analizar, de repartir, de participar, de ayudar. También somos lo que dejaron en nuestros corazones como trazos de gis sobre pizarrones que continuamente se borran y se llenan.
Cada vez que accedemos a nuevo conocimiento o hacemos una nueva pregunta, ahí está la curiosidad que las maestras impulsaron porque nos alentaron a preguntar, a indagar a no quedarnos con dudas ni aceptar respuestas simples. En ello les iba la vida, en lograr que las niñas pudieran aprender a preguntar.
Recuerdo a maestras que, cuando algunas niñas tenían dificultades para aprender no las enviaban a las últimas filas, sino que, al contrario, las sentaban cerca de su escritorio para estar al tanto de su aprendizaje. Hoy se habla de educación individualizada, pero ellas lo hacían desde la década de los sesenta como una parte de su manera de enseñar. Trataban de que todo el grupo fuera caminando en el mismo nivel. Sabían que todas éramos una.
No lo romantizo, solo señalo la labor de las maestras que al pasar nos dejaban el halo de perfume que las distinguía de otras mujeres y que también nos dejaban el halo de conocimiento con que crecimos.
La maestra, al llegar al salón de clase anotaba la fecha en el pizarrón de gis. Hoy basta con recordar la línea recta debajo de la fecha para volver a entrar en la voz de las maestras donde la infancia queda marcada por el tiempo de ellas.
¡Gracias, maestras!
Publicado en Meridiano de Nayarit, Tepic, Nayarit, 17 de mayo de 2025.
Socióloga, Universidad Autónoma de Nayarit, correo: lpacheco@uan.edu.mx
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