jueves, 10 de mayo de 2018

Maternidades: las hijas se van a su propio paraíso

Para mis amigas Flor Gamboa, Aidé Grijalva
y otras hechiceras parecidas

Casi todas mis amigas y colegas de mi generación somos deudoras de la píldora anticonceptiva de la década de los setenta, que casi en etapa experimental, asumimos como estrategia para regular nuestros cuerpos, negociar nuevas relaciones de parejas y posicionarnos en el mundo. En el lugar que ocupaba la maternidad tradicional, disciplinadora, intentamos construir otras maternidades: algunas decidieron no tenerla y se convirtieron en madres colectivas de sobrinas y sobrinos mientras siguieron una carrera académica, artística, de vinculación a comunidades o vagancia. Algunas no fuimos tan valientes para renunciar a la maternidad como Simone de Beauvoir.

Desafiamos el mundo con nuestros haceres, sin casarnos formalmente o deshaciendo muy rápido las uniones. Desoímos las voces de las madres pero recuperamos las de las abuelas. Ellas, instaladas en otro tiempo, vieron surgir nuestra generación de mujeres en ámbitos inusitados: sobre todo y ante todo, la relativización de la única pareja para siempre, por decisión propia y no por fatalidad.

Entramos a la maternidad y ello nos hacía participar del flujo de la vida, nos depositaba en un espacio resguardado por las mujeres como lugar de los afectos, donde la hija instalaba una extrañeza sobre nosotras mismas. Debimos entonces, repensar los mandatos, enseñarlas a mirar el ámbar de la luna, caminar por las calles que nos tocaron, entonar las canciones para amanecer en el mar y recién despiertas, establecer contraseñas para reconocernos.

¿Qué madres fuimos y qué madres somos? Sin duda, excelentes, no me cabe la menor duda. Quitamos telarañas de las prohibiciones del cuerpo, tejimos otros discursos sobre el transcurrir de la vida como mujeres, expulsamos las cárceles metálicas de la culpa, amasamos personas con deseos propios. Revalorizamos lo femenino como manera de estar en el mundo y nos dimos, entre todas, las miradas, los abrazos, las teorías, las poesías para habitar el mundo desde lo femenino jubiloso. Esto lo hicimos con nuestras amigas cercanas o lejanas, que escribían sus propias experiencias, teorizaban, o las de aquí, con quienes conversamos la cotidianidad.

Claro, las hijas se fueron a sus propios paraísos. Florecen lejos de nosotras con una nueva manera de estar. A veces no las reconocemos porque han adquirido gestos de otros u otras. Traen nuevas voces y olores. Otras miradas se han almacenado en sus ojos y a veces vislumbramos paisajes de oro, algún lugar vacío, flores cortadas de prisa, cielos en brasas y bordes que estiran, cambian y permanecen. Sonríen con una sonrisa que trae nueva frescura, como la que surge a través de tallos enredados y de hojas. Sus melodías cruzan las grietas de nuestro rostro y se posan en otro lugar de la memoria. 

Un día traen sus propias criaturas y entonces basta un balbuceo de los pequeños seres para entrar, de nuevo, a la locura.

Nosotras ya no estamos en eso que miran nuestras hijas, pero lo que importa es que miran, abren sus propios paraísos.

Socióloga, investigadora de la Universidad Autónoma de Nayarit, correo: lpacheco_1@yahoo.com

Publicado en Nayarit Opina, mayo 10 de 2018, Tepic, Nayarit.

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