martes, 26 de mayo de 2020

Nos asesinan, somos mujeres


 Para 
Diana Carolina Raygoza Montes, 21 años
Estudiante de Derecho

Leonila de la Cruz, 35 años
Municipio de El Nayar

In Memoria

Duele el miedo de Diana cuando en un comunicado de facebok señala que está siendo vigilada. Se cuela el miedo en todas nosotras porque sabemos que se trata de mensajes sin destinatario: nadie detrás de ningún escritorio leerá esas palabras que marcan el ambiente en que se desarrolla la vida de las jóvenes; nadie detrás de las leyes para hacerlas cumplir; nadie detrás de los derechos para hacerlos efectivos; nadie detrás de las políticas para implementar; nadie, nada, nadie.

Hemos visto las miradas de las jóvenes en la Universidad donde piden ayuda a través de tendederos, de apoyarse en algunas maestras, de manifestar su inconformidad sobre profesores misóginos; contra estudiantes entrenados en el machismo, la superioridad, el “agandalle”; contra funcionarios indiferentes; contra estaciones de autobús sin luz; contra pasillos obscuros. Las instituciones se vuelven gelatinosas ante cualquier irrupción de las mujeres, porque, como instituciones reproductoras de la desigualdad entre mujeres y hombres, ni tienen mecanismos para resolverla y, seguramente, no los quieren tener. 

Los miedos de Diana duelen como las 39 heridas que le infligieron a su cuerpo. Las huellas quedan en todas nosotras porque tarde o temprano se produce el drama violento en la vecina, la prima, la conocida. Hoy fue la estudiante de tercer año de Derecho de la Universidad Autónoma de Nayarit quien fue asesinada por ser mujer. Hoy es la mujer indígena apuñalada cuando intentaron violarla en la Sierra del Nayar. Ayer fue la estudiante de preparatoria que abandonaron en los cañaverales. Podemos seguir con la memoria para hacer el recuento de las mujeres asesinadas.

Diana no murió de muerte natural, tampoco murió por COVID-19. Murió por la pandemia permanente contra las mujeres: la pandemia feminicida. Esa que no ve el presidente de la República en su afán de ocultar el amor como mortaja; la familia como fratricidad de cómplices. Leonila no murió de enfermedad alguna, la asesinó su marido.

Ahora ¿qué hacemos? Hemos impulsado leyes ante el Congreso, marchado en las ciudades, realizado diagnósticos, planteado iniciativas, colgado letreros, tomado cursos, protestado en las bardas, impartido seminarios. Hemos actuado en la razón, en el orden, en los cauces legales y formales que han señalado para nuestras demandas. 

Todo queda en la nada cuando sigue el holocausto de las mujeres. 

Somos prisioneras de nuestra propia celda. Los depredadores sólo ven cuerpos apropiables, mujeres a poseer. Hemos sido negadas a los derechos, a la vida vivible. Hemos sido despojadas de cualquier poder. 

Con cada niña que se mata, con cada mujer que se asesina, los feminicidas se reproducen, se esparcen en su reino de la impunidad.

Quizá, es tiempo, de reventar la razón, entrar al delirio y como las locas, mirar más allá del infierno. 

Socióloga, Universidad Autónoma de Nayarit, correo: lpacheco_1@yahoo.com
Publicado en Nayarit Opina, Tepic, Nayarit, mayo 26 de 2020.

martes, 19 de mayo de 2020

El virus que cayó del cielo

No conocía ningún remedio, 
no era una enfermedad, 
ninguna necesaria cirugía, 
de modo que, no era un dolor.
En un momento dado
 la temeridad se acercó 
¿y la enfermedad, para siempre
 por algunas cosas que vio?

Emily Dickinson.

Viajó cerca de tres meses en primera clase en la fracción de población mundial que hacía viajes de placer y negocios. Por primera vez, el virus fue portado por la clase adinerada como parte de su modo de vida.

No es el virus de la pobreza, la insalubridad o la pereza. Es un virus de la riqueza, las movilizaciones, el turismo, los aviones. El riesgo ya estaba instalado en el mundo debido a la interdependencia, al encadenamiento del todo globalizado. 

Cayó del cielo sobre la desigualdad que, como modelo económico se había asentado en el planeta: desigualdad de relaciones entre naciones, clases sociales; entre géneros, razas; nativos y migrantes. Mientras la primera clase mundial viajaba por los cielos, los pobres del mundo viajaban a ras de tierra: grandes grupos sociales migraban de países pobres a países ricos en busca de paz, de casa, de pan. 

Cayó también sobre sociedades donde la cancelación del Estado de Bienestar dejó desnudos los hospitales: sin agentes de salud, camas, medicamentos; sin ethos para atender. La salud se había asentado como botín de empresas, negocio de farmacéuticas y de aseguradoras. Forma moderna donde el Estado fue responsabilizando, a cada quien, de lo que le ocurría a su cuerpo: culpable de tu obesidad, tu diabetes, tus enfermedades pulmonares; de tu cáncer y tus rencores. 

Cayó del cielo a adultos mayores, quienes de un día para otro se convirtieron en población con acta de defunción anticipada; cayó sobre agentes de salud, desprovistos de los elementos para atender la cantidad y calidad de enfermos; cayó sobre empresarios pequeños, mediados, individuales para quienes el encierro significó la cancelación de ingresos de peluquerías, veterinarias, fondas, guarderías. Encerró a la población y con ello, con la mera ausencia de los cuerpos, la economía mostró su fragilidad: se necesitan personas sanas en las calles que compren, que miren; se vistan, caminen, se peinen; que ilusionen con vacaciones. 

El virus que cayó del cielo mostró el cansancio de las relaciones familiares al forzar la convivencia en espacios acotados por tiempos prolongados. El supuesto amor del familismo no alcanza para 24 horas por 60 días: el tiempo del afuera permite el experimento de lo diferente, el respiro de lo mismo ¿qué mérito tiene amarnos en la distancia si la cercanía nos agota? El amor necesita pausas, respiros, voltear al otro lado, extender los ojos a otros cuerpos.

Los trabajadores, que pensábamos nimios, se convirtieron en las únicas correas para que la sociedad siguiera funcionando: motocicleros en mandaditos, cajeras en supermercados y pequeñas tiendas; trabajadores de limpieza, de mantenimiento de infraestructura eléctrica, digital, cibernética. Las muchachas y muchachos jóvenes ponen su cuerpo, su vitalidad, su exceso de juventud para que los demás podamos sobrevivir. ¿La centralidad de su trabajo los revalorará o seguirán siendo considerados “jóvenes en aprendizaje” con salarios a destajo?  

El virus también cayó sobre la democracia. No basta con que los líderes sean electos en elecciones creíbles; ahora las y los líderes de los países son calificados por la oportunidad con que dictan medidas para amortiguar la pandemia, por su sensibilidad ante las víctimas, por su capacidad de solidaridad con familiares, por la empatía con la ciudadanía. Suben y bajan los ranking de popularidad de acuerdo a la obtención de respiradores o cubrebocas.

Cayó sobre la sociedad civil que había protagonizado movilizaciones mundiales sobre medio ambiente, derechos de las mujeres, excluidos. El aprendizaje rápido para interactuar en las redes, para no perder la vitalidad de las demandas, se ha transformado en foros de discusión, acciones simultáneas en la red, aplausos en los balcones, videos de pantallas fraccionada, canciones de resistencia; toneladas de mensajes de autoayuda, paz espiritual, memes. Hoy, las anécdotas que pueden ser compartidas sin palabras, dan la vuelta al mundo en el mero disfrute de ver a otros humanos en acciones caseras de vivir un día más. 

Sí, el virus cayó del cielo. Como todo lo que cae de cielo, es en la tierra donde se debe resolver o disolver. Hoy no podemos decir: “los dioses deben de estar locos”. 

Socióloga, Universidad Autónoma de Nayarit, correo: lpacheco_1@yahoo.com
Publicado en Nayarit Opina, Tepic, Nayarit, mayo 19 de 2020.

jueves, 14 de mayo de 2020

Tenemos las pantallas para vernos

Para mi madre, en sus 94 años.

 Casi 50 días de confinamiento nos han acostumbrado a las pantallas. En ellas vemos a las colegas del trabajo, a niñas dar sus primeros pasos, los gatos que acaban de nacer en la casa de la vecina, el atardecer en la laguna vacía. A veces, se rebelan los gestos provisorios de la madre cuando entra el amanecer y entonces, vemos alzar la sabiduría en la mano de esa mujer que toma el celular entre sus manos extendiendo el brazo hacia la hija en otro lugar de la misma ciudad o más allá del océano. 

No sé si las pantallas alcancen para hacer una revolución, mas en sí mismas, representan la memoria y el olvido. El estuche natural, la mano, es ayudada por soportes que intentan inmovilizarlo; sin embargo, se encuentra tan cerca que se ha convertido en la principal obsesión de miles de personas ¿quién se resiste a desbloquear su celular 30 veces al día?

Desbloqueamos para sacudir el miedo. En la inocente ceremonia de este tiempo inmóvil, la vida despierta en las pantallas: ahí danzan los árboles, los animales cruzan ciudades encantadas, las olas llevan y traen el aviso del incesante devenir. Las lecturas de poemas, los mensajes de autoayuda, las canciones de solidaridad, los aplausos, la risa, la información dispar; todo se condensa en mensajes que errantes, vagan en todas direcciones hasta que son atrapados y cortados, como flores de cristal. 

La herida actual es profunda cuando en todas las latitudes del planeta tenemos la misma pesadilla, cuando los muertos de todos los lugares sabemos que nos pertenecen. El desconcierto se ha posesionado de la vida individual con tal magnitud que cantamos sin saber cantar; editamos sin saber actuar. Las pantallas que nos unen en la desesperación, también nos salvan. 

No podremos contar la historia de este tiempo dislocado sin los médicos que sufren por no tener medicamentos para aplicar, sin los indios del Amazonas cubiertos sus rostros con cubre bocas, sin las escenas de Sri Lanka, sin las largas conversaciones que atraviesan el mundo que nos rodea. No somos solamente el país que somos, lo terrible nos ha lanzado a sabernos otro lugar, cualquiera: lo mismo Corea que Ecuador, Canadá que Letonia. Hoy solo encontramos lo que ya somos, aunque empecemos a descubrir que no lo sabíamos.

Es la primavera en un hemisferio. El sol brilla en su inmutabilidad, la tierra cambia con los árboles floreados tanto como con los cuerpos que caen y se convierten en voces de la tierra. Esos cuerpos navegarán por los ríos de nuestros corazones hasta la mera refulgencia.

 No sé si volverá la idea que teníamos de mundo, no sé en qué nueva utopía nos escondamos para encender la ilusión humana de la civilización. No sé cómo entonaremos las viejas canciones que nos hicieron crecer. No sé qué veremos al abrir las puertas. 

Sé que nos ampararemos en los ojos de niñas recién nacidas, que nuestras manos lavadas, quebradizas, encontrarán un asidero para trazar nuevos mapas hacia algún lugar. Tal vez se llame humanidad a lo que lleguemos o tal vez, simplemente, empujemos permanentemente la ilusión de llegar. 

Socióloga, Universidad Autónoma de Nayarit, correo: lpacheco_1@yahoo.com
Publicado en Nayarit Opina, Tepic, Nayarit, mayo 14 de 2020.

martes, 5 de mayo de 2020

Morir sin funerales

¿Dónde hubiera podido obtener yo
 más gloriosa fama que depositando
a mi propio hermano en una sepultura?
Antígona. Sófocles

El planeta se ha convertido en territorio de luto prolongado. Los cadáveres tienen continuidad desde Irán a Nueva York, desde Brasilia a Londres. Es la experiencia humana más reciente de un dolor que atraviesa la conciencia de la humanidad.  

Hoy nos enteramos de la muerte de una doctora que murió por contagiarse de COVID-19; ayer, de otro contagio de quien atiende enfermos. Las fosas comunes se abren para enterrar a quienes, sin ritos funerales, son alejados de quienes viven. Ese escenario, el de los tiraderos de cuerpos, nos introduce en el ejercicio del miedo. 

Nos faltan los funerales, los ritos de paso que toda sociedad elabora para despedir a quienes terminan su vida. Los diversos grupos humanos han diferenciado funerales para quienes mueren recién nacidos, en la juventud, en la vejez; quienes mueren de parto o de accidente, quienes mueren por su propia mano o a quienes se asesina. El duelo permite la despedida, el ajuste de cuentas: sin funerales quedan duelos sin resolver. 

Lo agónico habita la existencia humana. Los funerales se han ritualizado en todas las sociedades y su grado de significado está anclado al valor que se le da a la etapa en que se perece. Se han encontrado objetos en enterramientos neandertales (aproximadamente 75 mil años) lo cual habla de la solemnidad que les merecía la muerte, diferenciados por niños, adultos, mujeres, cazadores, etc. La antropología ha documentado tumbas funerarias desde Egipto a los Andes, desde el Amazonas a Mesopotamia. Cada cultura elabora los funerales como sustitución simbólica de lo perdido, como acto de despedida que permite saldar cuentas para rehacer la cotidianidad en el largo plazo. 

Hoy, no nos dan a nuestros muertos. Vemos asaltos a hospitales para recuperar cuerpos de familiares. Las escenas de muertos amontonados en sótanos, en traílles refrigerados, dan la vuelta al mundo en la revuelta de la indignación. Lo que dicen los gritos es que no son cuerpos y, por lo tanto, no son desechables: es mi padre, mi hermana, mi hija. Son cuerpos signados por trazas de afectos, por historias de la cercanía.

¿Qué haremos con este dolor? ¿cómo se condensará en las relaciones humanas? ¿cómo se convertirá en algún tipo de violencia o en una manera de ser compasivos? La fuerza irracional de “sálvese quien pueda” arroja los cuerpos a la calle para ser quemados por los propios familiares. Hoy, nuestro familiar quien nos amaba y a quien amábamos, es fuente de contagio, trae el contagio consigo, por lo que debemos deshacernos de él, lo más pronto posible. Borrar los rastros, purificar donde caminó, comió.

Nos han arrebatado el duelo. Los ríos de la congoja no tienen cabida en las iglesias, mezquitas ni sinagogas. Los dueños de los rituales de la muerte han cerrado las puertas por lo que cada quien debe despedir a sus muertos en adioses privados, breves, silenciosos. Sin lápidas, se convierten en identidades borradas para pasar a formar parte del colectivo muertos. Al final, ni una oración ni un canto colectivo que testimonie su paso por la vida, solo la carne muda. 

No sólo vivimos la vida que vivimos sino, también, la vida del después. Antígona, hermana de Polinices, se enfrenta al tirano Creonte quien ordena la no sepultura de su hermano, como castigo a su rebelión. Prohibir los rituales de sepultura niega la vida eterna. Antígona encarna la mujer que realiza los ritos funerarios: no descansa hasta enterrar a su hermano Policines. El tirano, como siempre, la condena a morir.

Quizá los funerales ya no signifiquen el rito de paso necesario a otra vida (los dioses los recibirán, aunque no hayan sido precedidos por formalidades), pero sí, la ceremonia de descanso para quienes seguimos vivos.

Como una Antígona colectiva, la humanidad reclama el derecho a los funerales.

Socióloga, Universidad Autónoma de Nayarit, correo: lpacheco_1@yahoo.com
Publicado en Nayarit Opina, Tepic, Nayarit, mayo 5 de 2020.