domingo, 31 de julio de 2022

“El regreso” de José Manuel Elizondo Cuevas

No quería olvidar las cosas buenas

…sino los recuerdos que vendrían después.

 

José Manuel Elizondo Cuevas

 

Si una novela inicia con la frase “Rodrigo era un hombre feliz”, inmediatamente sabemos lo que seguirá: la desdicha de Rodrigo, porque al establecer que era feliz, se está anunciando el desastre de lo que viene. Así es, en efecto, la felicidad no tiene narrativa, por eso la novela no se puede sostener en esa felicidad: le falta el conflicto que le otorgará la clave para desatar los sucesos que siguen.

 

La novela escrita por José Manuel Elizondo Cuevas es un regalo para este verano. Se puede leer con la calma que nos dan los días de asueto para adentrarnos en el conflicto con el que se arma la trama de la narrativa que no es otra que la pérdida de la felicidad. En el siglo 21 la felicidad se construye con una familia armónica, hijos sanos y un trabajo remunerado. O al menos, esos son los elementos con que se muestra la cara de la felicidad para una franja importante de la población: la clase media. La dicha que otorga la vida cotidiana se fractura por un accidente donde muere la esposa y los hijos, lo que arroja a Rodrigo al sinsentido de la vida.

 

El conflicto va a marcar la sucesión de la trama ¿fue un accidente o un asesinato? ¿qué actitud tomará Rodrigo? en todo caso, de las decisiones individuales, de las respuestas ante la encrucijada, dependerá la sucesión de la novela. Lejos estamos de destinos manifiestos o de augures, sino que se trata de lo intempestivo, de lo que irrumpe en la vida para sacarla del confort.

 

El conflicto se ubica al interior del personaje: es la incapacidad de reponerse de la pérdida familiar lo que lleva al protagonista a un viaje sin regreso por el borde del abismo y después, dentro de él. El Rodrigo exitoso y feliz se convierte en sufriente delirante, lo que lo conduce a perder el trabajo, abandonar cualquier hábito de vida cotidiana y adentrarse en un dolor que lo carcome. Poco a poco transita hacia los márgenes de la sociedad donde se convierte en criminal y, por lo tanto, en prófugo.

 

Todo ello para vengar la pérdida de la familia. De ahí para adelante, la novela nos muestra los escenarios de la criminalidad contemporánea, de la impunidad y de la desorganización social.

 

Es posible seguir la lectura de la novela porque hemos creado una subjetividad que nos permite aprehenderla. Me explico: las series policiacas a las que nos acostumbraron la televisión y el cine; la novela negra y actualmente la narconovela, han creado las subjetividades lectoras suficientes para que una novela se deslice a través de esos mundos, sin mayor asombro de quien lee.

 

La novela nos plantea la incertidumbre de quiénes somos porque son las circunstancias, el cambio de contexto lo que lleva consigo la transformación de las personalidades, sus acciones y sus decisiones éticas. Es como si existieran mundos paralelos en los cuales podemos ser villanos, mientras que, en este en que nos pensamos, creemos que somos seres con destino y recompensas.

 

La novela tiene varios finales: escapar de los perseguidores para arribar a una isla, al principio paradisiaca, pero donde muy pronto aparece la codicia, el engaño, la envidia. Otro, es el ensueño del protagonista que lleva a pensar que, al fin y cabo, todo pudo haber sido una pesadilla, a fin de que valore la felicidad que tiene.

 

Gracias a José Manuel Elizondo Cuevas (Tecuala, 1958) por contribuir a las letras nayaritas desde el periodismo, esa literatura de lo cotidiano y ahora, con esta novela, al retrato de nuestra época, a los temores y a las esperanzas en que habitamos.

 

Publicado en Nayarit Opina, Tepic, Nayarit, 1 de agosto de 2022.

Socióloga, Universidad Autónoma de Nayarit, correo: lpacheco@uan.edu.mx

martes, 19 de julio de 2022

“Mejor crie puerquitos” o mi historia de la basura

Tanto árbol que planté

cosa que dije

y versos que escribí en la madrugada

 y andarán por ahí como basura

 como restos de un alma

 de alguien que estuvo aquí

 y ya no más

 no más.

 

Idea Vilariño

 

Cuando era niña, se les llamaba basura a muy pocas cosas. Creo que solamente a papel y sus derivados como periódicos u hojas de cuaderno, a lo que ya no se usaban. Lo que hoy se llama basura orgánica, era depositada en un bote especial, el cual recibía el nombre de “bote de los desperdicios”. Ahí estaban los restos de comida, hojas de cebolla, de rábanos; lo que no se utilizaban en la preparación de alimentos.

 

Cada tarde, pasaba una señora -la Señora de los Desperdicios-, tal cual era su denominación, a vaciar el bote, lavarlo y dejarlo listo para la recolección del día siguiente. Era el tiempo en que mi madre tenía un embarazo cada año o cada dos años. Mi madre tuvo ocho hijos más dos abortos. La Señora de los Desperdicios, cada vez que mi madre iniciaba un embarazo, la veía con compasión. Trataba de persuadirla de que ya no tuviera más hijos “mejor crie puerquitos, le dan más ganancia que los hijos. Esos solo traen preocupaciones”. Cada cierto tiempo, la señora le traía a mi madre trozos de carne de cerdo, pues “le tocaba”.

 

Pasaba el niño campanero por las tardes. Caminaba todas las cuadras de la ciudad, -lo que hoy se denomina Centro Histórico-, para anunciar que venía la recolección de basura casa por casa. Así que entregábamos los recipientes de la basura, los cuales eran latas vacías de pintura, manteca o de plano, chiquihuites que forrábamos con periódico; algo que sirviera para ese propósito. Los señores de la basura aventaban los botes vacíos, por lo que teníamos que apresurarnos para recogerlos antes de que se desbalagaran.

 

Era el tiempo donde el azúcar se vendía en papel de estraza y en un traste comprábamos la manteca. Mi madre llevaba su canasta de mimbre para traer el mandado. Los jitomates eran acomodados arriba de todo por su fragilidad de princesas rojas.

 

En verano, íbamos a visitar a los abuelos a la Ciudad de México. Allá, llegaban los de la basura directamente a cada departamento a tocar por la basura. Mi abuela les daba algo de comer -una quesadilla, una pieza de pan- al mismo tiempo que les entregaba la basura. Algunos vecinos, al amparo de la noche, la aventaban a la calle desde los balcones, para no darles dinero o algo de comer. Gritaban ¡basuuuura!

 

En Jesús María, en la Sierra del Nayar, las cáscaras de naranja y alguno que otro desecho, se dejaban a la orilla de las viviendas. Ahí era el regocijo de gallinas, pollos y cerdos que hacían una labor de limpia en las comunidades. Casi no había otro tipo de basura, puesto que aún no se inventaba el plástico. Las pocas latas de atún o sardina, se convertían en macetas en las paredes de adobe.

 

Cuando viví en Berlín, muy pocas cosas se consideraban basura. Alemania había salido de la Segunda Guerra Mundial, por lo que casi todo se reciclaba: se devolvía el cartón donde se vendían los huevos y las galletas; se devolvía el cristal en que se vendía el café, la club cola, la leche. Los envoltorios de papel eran cuidadosamente desarrugados para guardarlos en depósitos familiares puesto que no se sabía cuándo podrían ser utilizados. Recuerdo que cuando llegué con la primera familia con quien me hospedó la Universidad Humboldt, llevaba envueltos unos zapatos en bolsas de plástico de Liverpool; al desempacar, la tiré a la basura como buena consumista que era, pero Frau Koska, la señora de la casa, la sacó para limpiarla y después lucirla en una ocasión que fue ¡a la ópera! Desde luego, no lo entendí hasta que me percaté de la carencia de bolsas de plástico en esa sociedad donde estudié hace 40 años.

 

En Ciudad de México, viví en un edificio de departamentos en condominio donde, a la entrada de cada edificio, se colocaron botes para que cada vecino o vecina dejara la basura, ya claro, en bolsas del infaltable plástico. Ahí nos enterábamos del cereal que compraba el de arriba, de las marcas de cigarrillo del muchacho de al lado; de si alguien había comido camarones. La basura dejaba la huella de las tertulias o las soledades de quienes vivíamos en los departamentos.

 

Después, en Tepic, hemos vivido entre islas de basura, cuando ningún vecino acepta que su esquina sea depositaria de ella. Si no pasa el camión recolector, las bolsas negras de plástico se van acumulando en medio de las cuatro esquinas hasta conformar glorietas que sólo hacen la gloria de ratones, cucarachas y hormigas. Si cae una tormenta en estos veranos, las bolsas de basura son arrastradas por las corrientes de agua y se convierten en tapones de alcantarillas.

 

En mi casa separamos la basura. Lavamos y secamos los botes de plástico, cristal y aluminio. No los revolvemos con la otra basura pues quedaría sin efecto esa labor. Esperamos que pasen las familias que recolectan cartón o PET, para entregárselas. Curiosamente, nadie recolecta cristal así que no nos queda más remedio que guardar los envases o, derrotadas, tirarlas a la basura.

 

Veo a niñas, a jóvenes, a personas mayores esculcando la basura en busca de restos de comida o de algo que puedan recoger para vender, como el primer eslabón de cadenas de riqueza, monopolios y fortunas de la basura, hoy llamados desechos sólidos. Son uno, cuatro, ya no los cuento; personas destinadas a vivir en la basura, esas excrecencias del modo de vida marcada por el consumo. No dejo de pensar en la Señora de los Puerquitos y su labor de devolverla como alimento.

 

Susurrante, mi madre decía que sí, que los hijos e hijas dan preocupaciones, pero también alegría y consuelo.

 

Publicado en Nayarit Opina, Tepic, Nayarit, 20 de julio de 2022.

Socióloga, Universidad Autónoma de Nayarit, correo: lpacheco@uan.edu.mx

martes, 12 de julio de 2022

Luis Echeverría y la autonomía de la Universidad Autónoma de Nayarit

Para mis colegas 

Arturo Lizárraga, Héctor Castañeda,

Vicente Hernández, José Núñez, José Luis Sefoo,

 entre otros, estudiantes de la Universidad,

quienes tuvieron que irse de Nayarit

por la represión.

 

Cuando ocurrió el “halconazo”,  el 10 de junio de 1971, el Presidente de la República era Luis Echeverría Alvarez; el jefe el Departamento del Distrito Federal, Alfonso Martínez Domínguez y el jefe de la policía capitalina era nada más y nada menos que el coronel Rogelio Flores Curiel (RFC), quien fue destituido de su cargo como jefe de la Policía del Distrito Federal, por su participación en esos hechos. Cuatro años después, en 1975 fue electo gobernador del Estado de Nayarit en unas elecciones que fueron señaladas como fraudulentas.

 

El fraude en las elecciones, cometido en contra del Alejandro Gascón Mercado, postulado por el entonces Partido Popular Socialista, no lo voy a abordar en este texto, solo me interesa resaltar las circunstancias que se dieron para que la Universidad de Nayarit, la UNI-NAY tuviera autonomía.

 

Desde la designación de RFC como candidato del PRI a la gubernatura de la Entidad, se entendió como un premio por los servicios prestados el 10 de junio, la disciplina partidaria y el silencio político. Además, de que había sido señalado como quien tenía el mando del grupo halcón el 2 de octubre de 1968 en Tlatelolco. Todo iría sobre ruedas para el PRI, si no es porque el PPS tenía a un líder carismático como su candidato, que además, había ganado las elecciones de una capital de Estado, Tepic, por primera vez para un partido denominado “socialista”. Además de eso, el malestar se empezó a gestar entre el estudiantado de la Universidad Autónoma de Nayarit y parte del profesorado. Ya existía la Federación de Estudiantes de la UNI-NAY (FEUN), quien era el brazo juvenil del PRI y quien, aparentemente, tenía controlado al estudiantado. También existía la Federación de Catedráticos de la UNI-NAY (FECUN), con priístas destacados al frente, quien tutoreaba a la FEUN.

 

Recordemos que la Universidad era una institución dependiente del Gobierno del Estado puesto que el doctor Julián Gascón Mercado, fundador de la Universidad, la pensó como una instancia para planear el desarrollo local. En ese esquema, el gobernador designaba al rector, por lo que le tocaría a RFC designar al siguiente, ya que el rector en funciones, el arquitecto Ricardo Vidal Manzo, terminaría su gestión el 31 de diciembre de 1975.

 

Los estudiantes de diversas carreras, entre ellas, economía, turismo, agricultura y veterinaria, junto con una parte del profesorado, iniciaron un movimiento para impedir el acceso de un represor de estudiantes a la universidad y desde luego, para evitar que nombrara al rector. El primer “encontronazo” entre la Universidad y RFC fue en plena campaña, puesto que se le impidió entrar a la Universidad, con el principio de que la UNI-NAY no era campo electoral.

 

El H. Consejo General Universitario preparó un documento donde se solicitaba al Congreso local, se le dotara de autonomía. Resultado de esa gestión, el 24 de diciembre de 1975, fue publicado el decreto 5759 donde se reformaron diversos artículos de la Ley Orgánica de la Universidad de Nayarit: se agregó la autonomía en el primer artículo y se le dieron facultades para nombrar sus propias autoridades. Por cierto, el diputado presidente era Rigoberto Ochoa Zaragoza. El Decreto fue publicado por Roberto Gómez Reyes, Gobernador de la Entidad, apenas a seis días de que tomara posesión como gobernador Rogelio Flores Curiel.

 

Si bien RFC no nombró rector directamente en la UAN, su influencia se dejó ver en esos años, al conformar una “policía universitaria” e imponer una cultura represiva durante los seis años de su mandato. No es casual que en esos años 1976-1982 la universidad estuvo envuelta en revueltas signada por la aparición de porros armados, se dio el asesinato de trabajadores y la desaparición de estudiantes.

 

Algunos compañeros y compañeras estudiantes y académicos, tuvieron que irse del Estado, como Pablo Fregoso. Otros más, abandonaron la Universidad para no regresar.

 

Por ello, Luis Echeverría Álvarez fue el detonador de que se organizara un movimiento político al interior de la universidad para que se le dotara de autonomía debido a que premió a un responsable de la matanza de estudiantes como Gobernador de Nayarit, de manera impune. Eso ocurría en el largo dominio del autoritarismo de Estado.

 

Ahí vimos el poder desnudo, las garras que alcanzaron las vidas. Fue, de alguna manera, nuestra versión local de 1968 y de 1971.

 

Publicado en Nayarit Opina, Tepic, Nayarit, 12 de julio de 2022.

Socióloga, Universidad Autónoma de Nayarit, correo: lpacheco@uan.edu.mx

 

domingo, 3 de julio de 2022

Juventud indígena en las cadenas de la pobreza

Todos lloramos por algo; unos poco, otros mucho,

hoy, lloro sin dejar de mirar a través de mis lágrimas.

A veces no quieres llorar, pero te hacen llorar,

el llanto nos persigue y morimos con él.

 

Angélica Ortiz (wixarika)

 

Conocí a Fidela en una colonia urbana de Tepic donde los indígenas wixaritari y algunos tepehuanes encontraron refugio ante la pérdida de sus terrenos en sus comunidades de origen. Poco a poco se fueron viniendo a la ciudad huyendo de la pobreza, la aridez de las tierras, la violencia en la montaña. Huían también de conflictos religiosos ansiosos por convertirlos a los nuevos cristianismos.

 

Fidela era una mujer fuerte. En esa época tenía cinco hijos y uno más venía en camino. Había quedado viuda cuando su esposo perdió la vida en una explosión de dinamita en los trabajos de apertura de la Presa de Aguamilpa. Ella siguió el camino del tabaco para tener manera de subsistir, dar de comer a sus hijos e hijas. Se vino a Tepic para asegurar un lugar dónde vivir, aunque fuera en una casa a medio construir, levantada por ella misma.

 

Mariana se llama su hija más grande. En una de las idas al tabacal se juntó con un muchacho y se fue a vivir con él a la sierra. Tenía 16 años.

 

Un tiempo estuve cerca de esta familia, la acompañé a los campos agrícolas donde Fidela y sus hijos se convertían en una unidad familiar jornalera, en la última escala de las compañías tabacaleras mundiales. Al regreso a su comunidad, las niñas y niños entraban a la escuela-albergue, donde los maestros bilingües intentaban orientarlos en el mundo de la letra escrita y, sobre todo, les daban de comer.

 

Dejé de ver a esta familia durante muchos años. Después, con el paso del tiempo, me enteré que el hijo más grande, había “agarrado” esposa como a los 17 años; siguió el camino del tabaco y en épocas de secas, de jornalero de lo que sea. El segundo hijo, dejó la escuela cuando los caminos para abrir otras presas arriba del río Santiago convirtieron a los jóvenes indígenas en mano de obra barata para la construcción de los caminos. La tercera hija la embarazó un soldado acuartelado en las orillas de la comunidad. Las partidas militares tuvieron pretexto para subir a la montaña cuando las pistas de aterrizaje se convirtieron en posibilidades para mercantilizar algo más que bebidas y alimentos para los pueblos serranos.

 

El cuarto hijo estaba en la cárcel. Apenas había tenido la fuerza suficiente para portar un machete, se había convertido en jornalero de la caña de azúcar donde, alcoholizado, había herido a otro en una reyerta. Ninguno de los hijos de Fidela había rebasado los 17 años cuando ya sus destinos estaban prácticamente marcados.

 

En ningunos de ellos la educación fue un factor importante. El paso por la escuela fue, simplemente, una posibilidad que no fructificó. Como Fidela decía, la escuela es un lugar donde les dan de comer.

 

El hijo más chico terminó la primaria. Siguió la telesecundaria y, trató de entrar a la preparatoria, pero no lo pudo hacer porque llegó a Tepic un día después de la fecha del examen ¿cómo explicar esta inaccesibilidad cultural de los muchachos indígenas?

 

Entretanto, Mariana había tenido tres hijas. Como la historia de su madre, su propia familia se convirtió en jornalera indígena a la costa de Nayarit. Su esposo también fue peón en los caminos de las nuevas presas donde se construía la modernidad del gigante dormido.

 

Una hija de Mariana murió en el tabacal por desnutrición cuando apenas tenía dos meses de nacida. Otra, murió en el hospital de Tepic por algo tan común como la desnutrición. Sólo la tercera hija sobrevivió.

 

Casi al terminar la telesecundaria, un hombre la embarazó. La desnutrición hizo perder a la criatura apenas rebasando el tercer mes de la concepción. El proceso del aborto enfrentó a Leididi (ese es su nombre) a la realidad de las adolescentes indígenas. Un día llegó a pedirme dinero prestado para alquilar un cuarto en la ciudad. Había decidido dejar la comunidad para trabajar en lo que sea. Ese “lo que sea” se convirtió en un empleo de mesera en un restaurant del centro de la ciudad. Delgada, con la fragilidad que da la desnutrición, con el afán de escapar al destino de las jóvenes mujeres indígenas de la montaña, la vi perderse en las calles donde antes estuvo la zona roja de Tepic. Destinada a vivir en un cuarto, tan sólo con una cama y la posibilidad de utilizar un baño colectivo. Leididi vino a la ciudad en busca de alternativa a la probreza y violencia de la comunidad; la ciudad le contestó con la respuesta que da a las muchachas indígenas pobres.

 

Durante estos treinta años, desde que conocí a Fidela hasta su nieta Leididi, el gobierno mexicano ha impulsado diversas políticas destinadas a los pueblos indígenas. Tanto los sexenios priístas, los panistas, hasta el actual, de izquierda. Me pregunto ¿cómo evalúan los programas gubernamentales como exitosos cuando no son capaces de incidir para cambiar el destino de las nuevas generaciones? ¿Dónde quedan tantos programas inventados para resolver la planeación del Estado, el ejercicio del gasto, pero no para resolver la condición de los pueblos originarios?

 

Treinta años de políticas indigenistas, de supuesta “solución” a la pobreza, de políticas remediales, de políticas sociales que se presumen en informes oficiales. Sin embargo, cuando vemos el camino por el que transitan los jóvenes indígenas reales, cuando nos asomamos un poco a la realidad de las muchachas, el mundo se convierte en pesadilla, porque no han sido sujetos de las políticas del gobierno, sino depositarios de las “buenas” intenciones.

 

Las cadenas de la pobreza vinculan a Fidela, una mujer indígena analfabeta, a su nieta Leididi, escolarizada en una educación prácticamente inútil para su situación. La nieta huye de la pobreza de su comunidad, hacia un futuro quizá más incierto y, doloroso, que el de su abuela.

 

Publicado en Nayarit Opina, Tepic, Nayarit, 4 de julio de 2022.

Socióloga, Universidad Autónoma de Nayarit, correo: lpacheco@uan.edu.mx