martes, 30 de junio de 2020

Ansiedad

Ya tengáis miedo o no lo tengáis, 
pagad en la limosnera y dadle
 al ciego una buena palabra,
 para que sostenga a la osa de la correa.
 Y sazonad bien los corderos.

 Podría ser que esta osa 
se soltara, no amenazara ya más 
y corriera tras todas las piñas caídas
 de los abetos grandes y alados
 que cayeron del paraíso. 

Ingeborg Bachmann. Invocación a la Osa Mayor

Si has experimentado desazón, incomodidad creciente, falta de aire para respirar, entonces has tenido un momento de ansiedad. No recuerdo cuándo fue la primera vez que la experimenté porque a veces la confundimos con otras emociones, una de ellas es el nerviosismo. Sin embargo, la ansiedad es perfectamente distinguible por el peso que se siente en el pecho, dificultades para dormir, problemas para concentrarse y un desorden generalizado en el cuerpo, entre las más reconocibles.

Cada quien tiene umbrales diferentes para la ansiedad. En ocasiones, las obras de arte, las películas, nos introducen a esa emoción; incluso la música. Esto ocurre porque la forma que tenemos de procesar las historias que vemos, los gestos de los demás, los acontecimientos, hacen que lo relacionemos con nuestra vida. La imaginación se desata al suponer lo que pasaría en nuestras propias realidades como si nos sucediera o fuera a suceder. Por ejemplo, actualmente sería poco probable que vuelva a leer Ricardo III de Shakespeare, mucho menos verla en teatro o cine; recuerdo la perturbación que me causó este personaje que da muerte a toda la descendencia de su hermano hasta que logra ser coronado Rey. Otras obras del mismo autor, también son muy sangrientas, sin embargo, ésta en particular, me introduce a la angustia. 

Munch tiene una pintura que se llama “Ansiedad”, a diferencia de “El Grito”, en esta pintura se refleja la angustia colectiva ante la inminencia de la Primera Guerra Mundial. En la obra, una mujer está al frente, con los brazos apretándose el cuello. Los rostros de los personajes que están detrás de ella, se pierden paulatinamente a medida que el foco se aleja. Las figuras bordean un abismo y lejos, muy lejos, se ve el mar rodeado de llamas. 

Si bien el cuadro se refiera a los momentos de inicio de la Guerra, puede ser relacionado con cualquier acontecimiento que trastoque la cotidianidad, como ocurre con el covid-19. 

Por ello, la angustia puede ser el sentimiento más generalizado en tiempos de la pandemia. Estudiantes con quienes interactúo, colegas, amigas y familiares, hablan de escenas de angustia en diversos momentos del confinamiento. El covid-19 se ha convertido en un acontecimiento que no sólo irrumpe el ritmo económico del mundo, sino que introduce a los seres humanos en emociones que pueden experimentarse de manera colectiva, como la angustia. Basta leer el detalle del proceso de intubación de las personas que requieren respiración artificial, para darnos cuenta de la ansiedad que provoca la solución médica. 

Ante la angustia, cada quien reacciona de manera diversa, ello depende de los apoyos emocionales que se tengan en el confinamiento, la seguridad en el trabajo, el establecimiento de nuevos ritmos de vida, la socialización con quienes viven con nosotros, la apertura de nuevos contactos a distancia, el horizonte de esperanza dentro de la ciencia, la religión, el arte o la meditación. 

El mundo angustiado. Tal vez este tiempo pueda ser denominado de angustia mundial, porque la ansiedad ha permeado las relaciones sociales con su carga de preludio de un desastre familiar. Por ello debemos preguntarnos ¿cómo la angustia impactará en las nuevas relaciones después de la pandemia, en caso de que exista un “después” y que sobrevivamos?

He escuchado relatos de quienes fantasean con irse a vivir al campo, a una vida sencilla, basada en sembrar y recolectar frutos para ver pasar la vida, como una solución ante la banalidad de la competencia por empleos, poder, ingresos, grados académicos, premios. También, atrincheramientos detrás del tipo de vida que se llevaba, esperando que, simplemente, el covid 19, pase. He visto multitud de videos donde las personas piensan que serán mejores en el futuro, puesto que el covid es una prueba para la humanidad. En esas posturas, es la angustia la que permea las actitudes que se toman; en el primer caso, se reconoce la ansiedad, en el segundo, se trata de meterla a un cajón para dejar que pase la ola sobre nuestra cabeza y en la tercera, se alude a una visión ilusoria de la condición humana centrada en que podemos ser bondadosos de la noche a la mañana, convertirnos en lo que no hemos sido, ver por el bienestar próximo y por la restauración de la naturaleza.

 ¿Cómo trata cada quien su propia angustia? ¿Cómo la tratamos en colectivo? Yo leo literatura, sobre todo, poesía.  Escucho música, Tchaikovsy es dulce y Bethoveen siempre me pone de buen humor, tal vez porque me imagino a este necio obsesivo en su Sinfonía de la Amistad, de la Vida; también, desde luego, la música mexicana como Granito de sal. Si algo puedo recomendar, es el horizonte de esperanza que nos da el arte en sus diversas manifestaciones. Aquí dejo un poema de Rosario Castellanos titulado “Piedra”.

La piedra no se mueve.
En su lugar exacto
permanece.

Su fealdad está allí, 
en medio del camino
donde todos tropiecen
y es, como el corazón que no se entrega
volumen de la muerte.

Sólo el que ve se goza con el orden
que la piedra sostiene.
Sólo en el ojo puro del que ve
su ser se justifica y resplandece.

Sólo la boca del que ve la alaba. 
Ella no entiende nada. Y obedece.

Socióloga, Universidad Autónoma de Nayarit, correo: lpacheco_1@yahoo.com
Publicado en Nayarit Opina, Tepic, Nayarit, junio 30 de 2020.

miércoles, 24 de junio de 2020

Verano en Finlandia

Para mi amiga Eeva Liisa, 
que, con todo y FaceBook 
no he localizado

Llegamos a la UNAM a estudiar el doctorado, Eeva Liisa llegó de Finlandia y yo, de Nayarit. La amistad perduró más allá de los estudios de tal manera que cuando estuve en Berlín terminando el doctorado, me invitó a pasar el verano en su país. Era 1982. Junto con Rebeca, una mexicana que estudiaba en Leipzig, emprendí el viaje a Helsinki.

Viajamos a Dinamarca donde tomamos un barco para atravesar el mar del Norte. El mar tan azul, la costa de Europa alejándose, solo se asemejan a las partidas alegres de cuando se tienen veintitantos años. Llegamos a Suecia, donde a bordo de un ferry atravesamos los campos suecos verdes, llenos de margaritas. En Estocolmo nos hospedamos con una familia chilena. El gusto que le dio a la señora cuando pudo hablar español con nosotras se veía en cada gesto. Nos llenó de empanadas y bailamos valsecitos hasta muy tarde.

Al día siguiente, tomamos un ferry marítimo en el cual atravesamos el mar Báltico que nos desembarcó en Helsinki. Eeva Liisa nos esperaba al bajar, puesto que sabía que no hablábamos finlandés. Rebeca hablaba alemán y francés y yo, alemán y un inglés de nivel playero. 

Helsinki me pareció sencillamente radiante: las altas casas preparadas para la nieve, las personas tan blancas casi como papel transparente. Las plazas amplias donde el sol mostraba la estatua de Alejandro II de Rusia; al fondo, la catedral luterana dedicada a San Nicolás. A un costado, el Palacio de Gobierno y el edificio principal de la Universidad con escalinatas donde las turistas nos sentamos a ver a los artistas urbanos. Ordenado, limpio, libre. Eeva Liisa había estudiando español en Madrid antes de irse a la UNAM, pero recordaba frases mexicanas como ¡órale!, lo cual decía en lugar de decirnos sí. Claro, ella traducía todo, con todos.

Antes del 21 de junio nos llevó a la casa de sus padres que vivían en la campiña. Si todo Kelsinki parecía una ciudad-jardín, llegar al campo nos introdujo en esa sensación de bosque que debió tener la Caperucita Roja. Cerca de la casa de sus padres estaba la cabaña de sauna, ritual obligado para visitantes y locales. El sol tenía una claridad diferente a la que yo conocía.

El 21 de junio, por la tarde, los amigos y amigas de Eeva Liisa nos reunimos fuera del pueblo para irnos a pasar el solsticio de verano al aire libre. Llegamos a un paisaje de tarjeta postal, con lago y bosque alrededor; el campo se extendía por todos lados. Cada quien llevaba una botella de vino tinto o blanco en cada mano, había comida, carne, salchichas, pastelitos, fruta, salmón; había cerezas engarzadas como collares. Reíamos, cantaban, nos tomaban fotos. Éramos la atracción, Eva Liisa nos dijo que pensaban que éramos gitanas. Yo me sentía en lo más alto del mundo porque Finlandia está a la misma altura de Alaska y eso, para mí, era el fin del mundo.

De pronto el sol empezó a bajar. Era el atardecer. La claridad perdía fuerza ante ese sol descendente hacia la tierra. Lentamente, cuando parecía a punto de desaparecer, sin tocar siquiera el horizonte, volvió a emprender el ascenso. Todo fue algarabía; las botellas se descorcharon, todas y todos nos abrazábamos, bailamos en ruedas, en pequeños y grandes círculos al son de música rítmica. Entendí por qué Eeva Liisa nos dijo que lleváramos ropa en una mochila. El festín se asocia a bañarnos en vino, a aventarse al lago, a una instantánea de euforia, de alegría, de desborde.

El ritual del sol de medianoche llena a los finlandeses de regocijo. Se conoce como Día de San Juan, en el marcador religioso. Recordé las fiestas de mi tierra, otras celebraciones de San Juan entre los nayerij, pero entonces me pareció imaginario este paralelismo entre unos indios pobres compartiendo imágenes de Santos sobre el Río San Pedro y estos muchachos finlandeses viviendo su propio río, en la cima del mundo. Total, el sol nos une, ese sol de medianoche que nos acompañó durante el tiempo que estuvimos en Finlandia. Y el agua.

Socióloga, Universidad Autónoma de Nayarit, correo: lpacheco_1@yahoo.com
Publicado en Nayarit Opina, Tepic, Nayarit, junio 22 de 2020.

viernes, 19 de junio de 2020

Entierros salvajes

No sé si la causa era la pobreza 
o porque así se usaba,
 pero el entierro de mi madre fue muy pobre. 
La envolvieron en un petate y 
vi que la tiraban así nomás
 y que le echaban tierra encima…
me aventé al pozo y con mi vestido 
le tapé la cabeza a mi mamá
 para que no le cayera tierra en la cara.

Elena Poniatowska. Hasta no verte, Jesús mío.

La tía Carmen, tía abuela o bisabuela, no recuerdo bien en qué estructura de parentesco estaba, nos contaba los entierros durante las revueltas de la revolución o derivados de alguna enfermedad que, a estas alturas, no podría identificar; tal vez se refería a la fiebre amarilla o algún otro mal de principios del siglo XX. “Nomás se enfermaban y se los llevaban al panteón, no esperaban que se murieran para evitar el contagio”; “Sabíamos que a media noche los enterraban para que no nos diéramos cuenta”. Decían que fulano se había ido a Veracruz que, para ese entonces, se pensaba muy lejano. La verdad, decía la tía, lo habían enterrado a escondidas para que no se supiera que había “agarrado” la enfermedad.

Hoy, quienes mueren de COVID-19, son protagonistas de nuevas historias de entierros salvajes. Despojados de todo protocolo de duelo humano, los procesos de sepultura se agilizan para deshacerse, lo más pronto posible, del cuerpo. Quienes enferman, son despedidos por sus familiares a través de pantallas desde fuera del hospital. 

Hemos visto fosas comunes abiertas a todo lo largo del planeta: desde las de Nueva York a las de Brasil, Acapulco o Ciudad de México; la quema de cuerpos en Ecuador fuera de las casas o su abandono en contenedores de basura. Si hay tiempo, los cuerpos pueden ser cremados para entregar las cenizas a familiares. También se implementan entierros en mitad de la noche fuera de los contactos de familiares y amigos, ya que son las autoridades quienes realizan la exhumación. 

Se han velado ataúdes vacíos ante la imposibilidad de tener el cuerpo presente. 

¿Qué impacto tendrán estos dolores en el corazón de la humanidad? Las muertes pueden ocurrir a personas individuales, signadas por parentescos determinados, pero en la mente colectiva se trata de muertes de todos. Semejante a los periodos después de las guerras y de las hambrunas mundiales, la sociedad de la tecnología de la nanociencia se deshace hasta convertirse en un mero dolor que atraviesa pueblos, comunidades, metrópolis, ante un virus que nos posee mientras hablamos. Es una realidad que le toca a mucha gente arbitrariamente o no, pero que ha cambiado el sentido de lo que llamábamos lunes, lo que llamábamos sábado. El impacto emocional va más allá de que conozcas al dentista contagiado, a la abuela de Pablo. El dolor está entre las obligaciones porque solamente quien es capaz de sentirlo, podrá transmitir la recuperación. 

Somos una comunidad emocional unida por días sombríos. Aunque la pandemia tenga un lenguaje técnico o semáforos para activar o parar la movilidad, la generación actual está atravesada por las crónicas de los contagios, las fosas abiertas, las cajas mortuorias vacías. Para quienes seguimos vivos las casas sanitizadas son una paradoja: puede ser que esos espacios puedan mantener las cotidianidades encerradas, pero fuera, ha ganado el desconcierto, los decesos masivos, la incertidumbre. 

La sombra se cierne sobre todos. No basta con que pase una vez frente a nuestra casa. Hoy le tocó al muchacho de la tienda. La sombra puede pasar una y otra vez para instalarse como el principal relato. Ninguna conciencia equilibrada puede asimilar todas las narraciones. El recuerdo del dolor que no se quiere volver a sufrir mantiene alerta la memoria.

Quizá por ello, tenemos que aplaudir todos, cantar todos, bailar todos. Quizá por ello, tenemos que apostar por la vida, abrazar a quienes amamos, cuidar a los gatitos recién nacidos, sembrar una planta de cilantro, amasar el pan. Tenemos que hablarnos frente a frente, construir los relatos del sentido del sinsentido, rescatar los encuentros grupales, volver a compartir lo vivido para rehacer la pertenencia al imaginario colectivo y construir en conjunto, la narrativa del tiempo del dolor. 

Socióloga, Universidad Autónoma de Nayarit, correo: lpacheco_1@yahoo.com
Publicado en Nayarit Opina, Tepic, Nayarit, junio 19 de 2020.

lunes, 8 de junio de 2020

Los pobres mueren más de COVID-19

Aquí todo va de mal en peor. 
La semana pasada se murió mi tía Jacinta, 
y el sábado, cuando ya la habíamos enterrado 
y comenzaba a bajársenos la tristeza, 
comenzó a llover como nunca. 
A mi papá eso le dio coraje, 
porque toda la cosecha de cebada 
estaba asoleándose en el solar. 

Juan Rulfo. Es que somos muy pobres

Se contagian más en las grandes ciudades por el COVID-19, pero mueren más en los municipios más pobres del país. Según el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), en los 226 municipios donde más del 80% de la población se considera pobre, se han registrado 133 decesos, con una mortalidad de 18%. Al mismo tiempo, en un estudio de los 33 municipios ricos, donde menos del 20% vive en la pobreza, la letalidad alcanza una tasa de 9.15%. En síntesis, en los municipios más ricos se contagian más, pero en los municipios más pobres, los que se contagian, mueren o tienen más probabilidades de morir. Según los datos del “Visor Geoespacial de la Pobreza y la COVID 19 en los municipios de México “son los municipios más pobres de Oaxaca, Chiapas y Puebla quienes presentan mayor letalidad.

La fragilidad de los municipios pobres en cuanto escasez de infraestructura de salud, así como la ínfima presencia de recursos humanos capacitados para atender el virus, son parte del problema. La llegada del COVID-19 es desastrosa porque es población altamente desatendida en temática de salud. Además, se carece de infraestructura carretera que pueda trasladar a la población a centros hospitalarios donde sean atendidos con prontitud. 

Los hospitales habilitados con infraestructura para atender COVID se encuentran en zonas metropolitanas, lejos de las comunidades pobres. La inexistencia de una red de salud eficiente en el país que opere como correa de transmisión en el sector, se puede considerar como el mayor déficit. No se tienen mecanismos para monitorear, cada día de manera oportuna, el número de contagiados en los municipios pobres y mucho menos, mecanismos para identificar a los posibles afectados que permita detener la ruta del contagio. Los municipios pobres están muy lejos de los reflectores del noticiero de las siete de la tarde y muy cerca de la invisibilización de salud. 

Alguien que se contagia en una comunidad rural debe trasladarse a la cabecera municipal o a alguna localidad más urbanizada y de ahí a una clínica en una localidad más grande. Se sabe que alguien se contagia cuando tiene que acudir, con síntomas avanzados, a un médico 

De nueva cuenta, la desigualdad existente previamente, se convierte en un factor de desventaja para la población pobre. ¿Qué tanto influye la información a destiempo, las acciones retardadas de los gobiernos municipales, el propio convencimiento de la población sobre el riesgo del COVID? 

A ello deben añadirse los distintos estilos de vida en las ciudades y en las comunidades de la pobreza. En las ciudades, puede ser más posible pensar el confinamiento en viviendas, departamentos o casas debido a que se trata de espacios pensados para habitar el adentro. Sin embargo, en los municipios pequeños y semi urbanos, el problema consiste en que la vivienda no siempre es un espacio totalmente pensado para el adentro, sino que parte de las relaciones sociales se realizan en un adentro-afuera de la vivienda. Es frecuente que, durante el día, las puertas de las viviendas estén abiertas ya sea porque de esa manera se está al tanto de lo que pasa en la calle o bien, se desarrollen actividades dentro de la casa que tienen relación con el exterior; por ejemplo, secar productos agrícolas, donde la calle es una extensión de la casa, o realizar actividades en la banqueta como carpintería. También, simplemente, porque en la cotidianidad de la confianza, la puerta y las ventanas, están abiertas. En esta cultura, las puertas solo se cierran durante la noche o cuando la familia está ausente.

Se podría decir también que en las pequeñas poblaciones las interacciones de las personas son cara a cara: se compran los alimentos diarios en el mercado, si es que existe; en las tienditas a lo largo del pueblo; en puestos que venden algo en particular. La panadería está en la casa del panadero, la tortillería es la primera habitación de la familia que se dedica a la fabricación de productos de maíz, etc. Los negocios son parte de la vida de la familia.   En todas estas comunidades no existen actividades comerciales que acepten pagos electrónicos y se carece de sucursales bancarias. Todo ello conduce a incrementar la relación entre las personas: se saludan en las interacciones diarias, preguntan por los familiares, se conceden el paso en las banquetas. 

Por ejemplo, en Jala, Nayarit, (18,850 habitantes) la tasa de fallecimientos por COVID-19 es cuatro veces mayor que la del país. Los primeros contagiados se registraron a principios de la pandemia en una localidad rural del municipio (1,094 habitantes), sin embargo, diversos factores contribuyeron a su expansión, entre ellos, la falta de medidas de contención ante los primeros brotes. Dicho esto así, quedan ocultos los pesares de los pobladores, la tragedia que atraviesa a las hijas, las esposas, los hermanos, los vecinos; el extravío de perder a familiares coloca vendas en el alma demasiadas consternadas para moverse. El luto se instala en el pueblo.

Ser pobre en México, era una desventaja; hoy, es un riesgo mortal.

Socióloga, Universidad Autónoma de Nayarit, correo: lpacheco_1@yahoo.com
Publicado en Nayarit Opina, Tepic, Nayarit, junio 8 de 2020.

martes, 2 de junio de 2020

Racismo: la estructura del odio

Los animales del mundo existen por sus propias razones. 
No fueron hechos para los humanos, 
del mismo modo que los negros 
no fueron hechos para los blancos
 o las mujeres para los hombres.

Alice Walker

El grito de George Floyd “no puedo respirar” es una realidad con la que no podemos vivir. ¿Cómo explicar la brutalidad policial cuando en el binomio policía blanco-detenido negro se sintetiza la supremacía del dominio? Ese mundo brillante, correcto, americano que transmiten las islas blancas de las universidades de Harvard, Yale, Chicago, difundido por Hollywood se asienta sobre la perversión racial.

No han bastado las luchas emancipadoras de la esclavitud ni el impacto social de Black Power (Poder negro), ni el movimiento Las vidas negras importan (#BlackLivesMatter) en los Estados Unidos para eliminar el rechazo de la diferencia entre la autoridad blanca y el pueblo racializado. No solo la población negra ha sido racializada, sino también la población latina, filipina, haitiana: todos aquellos habitantes que no compartan las características de la población anglosajona son convertidos en los otros, en miembros de la raza, porque los blancos no tienen raza: la raza siempre son los otros.

El capitalismo racial (Mbembe, 2016, Crítica de la razón negra) tiene su sustento en las estructuras de odio que convierten, al país más poderoso del mundo, en una necrópolis. Más allá de las propias fronteras, la racialización avanza para incorporar a los habitantes del mundo que no coincide con los rasgos geoeconómicos, culturales, políticos de los Estados Unidos. Es convertida en raza, la población china, mexicana, afganistana, vietamita, cubana. 

La estructura de odio en que descansa la política de la racialización constituye el fondo y la superficie del capitalismo contemporáneo extractivo de los recursos naturales de Chile o de Siria. Dicho así, no aparecen las masacres perpetradas por las largas dictaduras auspiciadas dentro del orden blanco, ni las cárceles clandestinas ni los muertos arrojados a los océanos de las dictaduras latinoamericanas. 

El genocidio sobre África no ha terminado. Continúa en las zonas obscuras de quienes se creen superiores; se prolonga en las disposiciones simbólicas donde lo no blanco es sinónimo de inferioridad, criminalidad, suciedad; persiste en las disposiciones para deportar, expulsar, precarizar. Se afianza en los encierros para los otros, quienes han sido destinados a no moverse de sus lugares; habitantes permanentes de cárceles, campamentos, centros de detención, áreas especiales, patrullas, lugares de paso.  

Quienes habitan la raza han sido construidos como seres amenazantes de quienes hay que deshacerse, protegerse; a quienes se puede eliminar, en el extremo de la dominación.

Las multitudes tratan de superar los límites asfixiantes de la supremacía blanca, aunque solamente veamos griteríos, estallidos de bombas caseras, rompimiento de vidrios, asalto a centros comerciales, incendio de patrullas. Ese es el lenguaje para preservar la vida. En el dilema de protestar para vivir o dejarse matar, se condensan las nuevas exigencias ante la fabricación de exclusiones. 

La historia colonial llega hasta el presente, convertida en asesinato como el modus operandi de los agentes vencedores y en la resistencia, como contrapoder que las multitudes vencidas forjan ante la supremacía del poder.  

Como en todas las colonizaciones, a los vencidos no les asiste la razón, no es a través de la palabra como argumentarán su defensa, sino por el contrario son los cuerpos los que accionan, son las bocas las que gritan, son las manos las que lanzan, son los pies los que caminan. Hoy las multitudes que protestan son multiraciales: está la población latina, asiática, blanca. Hoy las mujeres blancas hacen vallas para que pasen las mujeres negras en la protesta.

Basta decir la palabra raza para imaginar un mundo de miedos, carencias, tormentos, desolaciones colectivas, sufrimientos individuales. Basta imaginar la raza para ubicarnos en los umbrales de lo que debe ser resarcido, reparado, curado.    

No es fácil deshacernos de la imagen de “No puedo respirar”. No será fácil porque acompañará a la humanidad junto con las aldeas quemadas, los niños perdidos, las mujeres violadas. No será fácil porque remite al odio, a la brutalidad, a la humillación. 

¡Qué poco hemos avanzado en la construcción de ti, de mí como semejantes!

Socióloga, Universidad Autónoma de Nayarit, correo: lpacheco_1@yahoo.com
Publicado en Nayarit Opina, Tepic, Nayarit, junio 1 de 2020.