martes, 5 de mayo de 2020

Morir sin funerales

¿Dónde hubiera podido obtener yo
 más gloriosa fama que depositando
a mi propio hermano en una sepultura?
Antígona. Sófocles

El planeta se ha convertido en territorio de luto prolongado. Los cadáveres tienen continuidad desde Irán a Nueva York, desde Brasilia a Londres. Es la experiencia humana más reciente de un dolor que atraviesa la conciencia de la humanidad.  

Hoy nos enteramos de la muerte de una doctora que murió por contagiarse de COVID-19; ayer, de otro contagio de quien atiende enfermos. Las fosas comunes se abren para enterrar a quienes, sin ritos funerales, son alejados de quienes viven. Ese escenario, el de los tiraderos de cuerpos, nos introduce en el ejercicio del miedo. 

Nos faltan los funerales, los ritos de paso que toda sociedad elabora para despedir a quienes terminan su vida. Los diversos grupos humanos han diferenciado funerales para quienes mueren recién nacidos, en la juventud, en la vejez; quienes mueren de parto o de accidente, quienes mueren por su propia mano o a quienes se asesina. El duelo permite la despedida, el ajuste de cuentas: sin funerales quedan duelos sin resolver. 

Lo agónico habita la existencia humana. Los funerales se han ritualizado en todas las sociedades y su grado de significado está anclado al valor que se le da a la etapa en que se perece. Se han encontrado objetos en enterramientos neandertales (aproximadamente 75 mil años) lo cual habla de la solemnidad que les merecía la muerte, diferenciados por niños, adultos, mujeres, cazadores, etc. La antropología ha documentado tumbas funerarias desde Egipto a los Andes, desde el Amazonas a Mesopotamia. Cada cultura elabora los funerales como sustitución simbólica de lo perdido, como acto de despedida que permite saldar cuentas para rehacer la cotidianidad en el largo plazo. 

Hoy, no nos dan a nuestros muertos. Vemos asaltos a hospitales para recuperar cuerpos de familiares. Las escenas de muertos amontonados en sótanos, en traílles refrigerados, dan la vuelta al mundo en la revuelta de la indignación. Lo que dicen los gritos es que no son cuerpos y, por lo tanto, no son desechables: es mi padre, mi hermana, mi hija. Son cuerpos signados por trazas de afectos, por historias de la cercanía.

¿Qué haremos con este dolor? ¿cómo se condensará en las relaciones humanas? ¿cómo se convertirá en algún tipo de violencia o en una manera de ser compasivos? La fuerza irracional de “sálvese quien pueda” arroja los cuerpos a la calle para ser quemados por los propios familiares. Hoy, nuestro familiar quien nos amaba y a quien amábamos, es fuente de contagio, trae el contagio consigo, por lo que debemos deshacernos de él, lo más pronto posible. Borrar los rastros, purificar donde caminó, comió.

Nos han arrebatado el duelo. Los ríos de la congoja no tienen cabida en las iglesias, mezquitas ni sinagogas. Los dueños de los rituales de la muerte han cerrado las puertas por lo que cada quien debe despedir a sus muertos en adioses privados, breves, silenciosos. Sin lápidas, se convierten en identidades borradas para pasar a formar parte del colectivo muertos. Al final, ni una oración ni un canto colectivo que testimonie su paso por la vida, solo la carne muda. 

No sólo vivimos la vida que vivimos sino, también, la vida del después. Antígona, hermana de Polinices, se enfrenta al tirano Creonte quien ordena la no sepultura de su hermano, como castigo a su rebelión. Prohibir los rituales de sepultura niega la vida eterna. Antígona encarna la mujer que realiza los ritos funerarios: no descansa hasta enterrar a su hermano Policines. El tirano, como siempre, la condena a morir.

Quizá los funerales ya no signifiquen el rito de paso necesario a otra vida (los dioses los recibirán, aunque no hayan sido precedidos por formalidades), pero sí, la ceremonia de descanso para quienes seguimos vivos.

Como una Antígona colectiva, la humanidad reclama el derecho a los funerales.

Socióloga, Universidad Autónoma de Nayarit, correo: lpacheco_1@yahoo.com
Publicado en Nayarit Opina, Tepic, Nayarit, mayo 5 de 2020.

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