martes, 3 de noviembre de 2020

Día de (90 mil) muertos


Todo es mío, nada en propiedad, 

nada en propiedad para la memoria, 

y mío solo mientras miro. 

                                                                                                                                        Wislawa Szymborska

No fuimos al panteón a visitar las tumbas de nuestros muertos ni asistimos a la fiesta de los altares que año con año se lleva a cabo en universidades, oficinas, plazas públicas, auditorios. La conmemoración de los muertos la llevamos en silencio quizá porque los más de noventa mil muertos de este año están muy recientes para pensar en el jolgorio. O tal vez, porque las muchedumbres.

 

No puedo contar día a día quienes murieron este año, ni siquiera puedo retener el número de quienes están muriendo en este momento. En un instante, la vida vivida y al siguiente, la muerte acechando. Toda la muerte convertida en números. No es que no lo supiéramos antes, sino que el coronavirus se ha convertido en el abismo que bordeamos cada día.

 

Hemos visto crecer la cifra cada mañana como si la muerte fuese un precipicio que nos rodea: más ancianos que mujeres, más hombres que niños. Desde cualquier lugar, se puede dar el paso hacia ese lugar del no retorno, de la desesperanza. Saludas a alguien hoy, sin saber si mañana entrará, o entraremos, a las cifras.

 

¿Cómo nos hemos desacostumbrado a nosotras mismas, al orden que trae el día, al orden de la noche? No nos despedimos, no nos abrazamos. Los rituales de antes los hemos sustituido por gestos de lejos, sonreir con los ojos, llamadas por teléfono. Apenas adivinamos el guiño bajo la mascarilla y la careta. Vivimos en una realidad alterada donde la bienvenida y la despedida se convierten en miradas. Las niñas que nacen las conocemos en las pantallas y a quienes mueren les decimos adiós en el dispositivo electrónico.

 

No hay tranquilizantes para las noches de insomnio. Enciendes la luz, abres el libro, lees unas líneas, lo cierras; enciendes la televisión, buscas la serie, la apagas. Intentas de nuevo dormir. Evita hablar contigo misma, evítate lo más que puedas. Los sueños vagan de aquí para allá, los pensamientos se desvanecen uno tras otro cuando empiezas a meditar para recuperar ese pedazo de vuelo del sueño. Alguien pasa por la noche, un gato se pierde entre las azoteas.

 

Compramos pan de muerto, hicimos chocolate. El pequeño altar casero contiene fotos de muertos recientes y los muertos viejos. El papel picado lo hicieron las niñas y niños como rito de la tribu a la que pertenecen. Ofrecimos sal y agua. Aquí está el anillo, allá el alfiletero. La madre nombra a familiares que solo ella recuerda; nosotras, evocamos a las muertes cercanas. El cirio prendido, las flores de cempasúchitl.  La nieta sigue la ceremonia porque es parte de un ritual que la incorpora y que ella, a su vez, revive con su presencia. Ahí estamos las que fuimos convocadas y las que llegamos para recordar a quienes, desde las fotografías, esperan ser nombradas. 

 

Volvimos a recordar a la que sembró hierbabuena para hacer un jardín; al que viajó a la montaña para encontrar el mar; la que enseñó el alfabeto para escribir bibliotecas; la que dio cuerda al reloj para salir del pueblo; al que regresó de su propio despeñadero; a la que tejió el tapiz de hojas secas. Los vimos volver en cada palabra de quien recuerda.

 

A los muertos los trajimos a casa para exhorcisar el olvido, el lugar de la verdadera muerte. Trajimos a quienes aún brillan en la memoria para seguir trayendo flores a casa, alegrarnos con las estrellas que titilan, para aligerar las palabras patéticas, cantar hasta las cinco de la mañana, embriagarnos en la sal del mar sin remodimientos, para comer pipián; para vivir.

 

Socióloga, Universidad Autónoma de Nayarit, correo: lpacheco@uan.edu.mx

Publicado en Nayarit Opina, Tepic, Nayarit, noviembre 3 de 2020.

 

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