martes, 22 de diciembre de 2020

Árbol de navidad

 

Memorizar es incubar el cuerpo, 

dictar en clave mustia 

lo que espontáneo hubiera sido 

como si el alma está,

 como si el miedo, como si este lenguaje 

que se pone en la lengua

 fuera cierto.

 

Carmen Villoro. Parlamento

 

Morriz Weitz colocó un Tannenbaum o árbol de navidad cerca de la ventana del departamento en Berlín desde el primero de diciembre. Le colgó dulces, chocolates y unas esferas que él mismo confeccionó con papel de estaño reciclado de envolturas. Eso hacía que el Tannenbaum brillara con la luz de invierno que apenas entraba al departamento y que, al encender cerca algunas velas, se viera su reflejo. Su nieto, de apenas cuatro años, llegaba cada día, para desenvolver la golosina de ese día y, prácticamente, sacudir el árbol. Weitz, por las mañanas, colgaba un caramelo más grande, hasta que el día 24, colocaba el regalo principal.

 

Era la navidad de 1980. Berlín oriental no tenía el esplendor del Berlín capitalista ya que la economía estatal de postguerra limitaba los consumos. La Universidad Humboldt alquilaba una habitación a Herr Weitz, donde viví el tiempo que duraron mis estudios en esa universidad, lo que me permitió asistir a las festividades familiares de navidad. El árbol verde tiene una connotación diferente en medio de las nevadas permanentes y la temperatura bajo cero. Yo veía los ojos de Herr Weitz chispear al colocar el papel brillante en el árbol contra todas las blancuras de la nieve, contra todas las puertas de la obscuridad del largo invierno del hemisferio norte. Todavía me parece ver a ese relojero alemán, que había sido reclutado contra su voluntad por las tropas nazis, llegar a casa y sacudirse la nieve de las botas con un gesto de gratitud al sentir la calidez del hogar. 

 

Me preguntó si en México, también teníamos la costumbre del árbol de navidad. Recordé el nacimiento tradicional que mi madre y mis hermanas arreglábamos en casa. ¿Cómo explicarle, además del portal de Belén con el niño, el burro y el buey a la torteadora que acompañaba a los pastores? ¿Qué decirle de las ranas, que felices cantaban en el lago de cristal con que simulábamos el arroyo y las cascadas? ¿Qué diría de Bartolo, ese niño campesino que prefiere jugar a seguir caminando? ¿Y los magueyes poblando el paisaje de la ruta de los pastores? 

 

Recordaba, entonces, el árbol de navidad de mi infancia. Íbamos con mi padre a la casa de la abuela a cortar una rama de guayaba. La forrábamos de algodón para que quedara blanca o la pintábamos con cal; no sabíamos que eso simulaba la blancura de la nieve porque la nieve, aún no la presentíamos en nuestra infancia sin refrigeradores ni televisión. Después, la llenábamos de los adornos que se guardaban en huacales durante todo el año. Las tardes violáceas de diciembre en Tepic me parecían lejanas en esos territorios donde el sol apenas se insinuaba tras los cielos apretados de gris. 

 

Herr Weitz, su hijo, nuera y nieto, me miraban desde un lugar del silencio donde unas tradiciones cedían la memoria a otras. El vino caliente, deleite artesanal de cada tarde y el stollen, -pan relleno de frutos secos-, rumoraban unas fiestas donde retumbaban caballos desbocados en medio de ventiscas, caminos encontrados por la solidez heroica ante la adversidad; mujeres que se reconocen en los senderos de la tierra, las noches del frío, la borrasca. Diferentes a mis palabras sonando a boticas pueblerinas, paisajes decembrinos de soles escandalosos, tamales de pollo sin arrepentimiento.

 

El Tannenbaum en Berlín o la rama de guayaba, nos daban la certeza de que la primavera volvería. El ciclo volvería a empezar, simbolizado en esta rama que permanecía verde, aunque allá afuera, la nieve borrara los caminos, la tormenta cortara la electricidad, el viento cancelara las salidas. Nos teníamos con nuestras tradiciones en el corazón, con la memoria viva de lo que correspondía a cada quien y a su tribu. 

 

Hoy, el árbol de navidad puede erigirse como ese símbolo de lo que permanece como testimonio de lo que fue y aliento de lo que vendrá. La epidemia es esta gran tormenta de la que debemos guarecernos y respirar como lo hacen los animales desde sus pieles tensas; tan solo con el pudor de estar aquí, guarecidas ante la adversidad, sabiéndonos habitantes de este instantáneo parpadeo. Sabedoras de que la tarde, con sus colores bermejos, extiende la luz más allá de lo que vemos. 

 

 

Publicado en Nayarit Opina, Tepic, Nayarit, 21 de diciembre de 2020.

Socióloga, Universidad Autónoma de Nayarit, correo: lpacheco@uan.edu.mx

 

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