Olvidé mi memoria,
dejé jirones rotos,
esparcidos en el último sitio
donde una breve estancia
se creyera dichosa:
allí donde comíamos
en torno de una mesa
el pan de la alegría y los frutos del gozo.
Rosario Castellanos. Destino (fragmento)
Frente a la casa de mi infancia, en la calle Zapata 196 poniente de Tepic, Nayarit, estaba el cuartel militar del Ejército mexicano; más bien, lo que veíamos, era la parte posterior del cuartel, cuya entrada principal estaba por la calle Morelos. Mi padre nos enseñó a identificar los toques de trompeta: el clarín del despertar; la llamada a rancho (o sea, a comer); el toque de formación, el toque de despedida y la llamada a silencio, entre otros.
En esa época casi no había relojes en las casas ni se había masificado el reloj de pulsera, por lo que tanto los toques militares como las campanadas de las iglesias, marcaban el tiempo.
Los soldados salían del cuartel y las niñas de entonces veíamos su desfilar solemne. Frente al cuartel estaba un local que había sido el Cine Lírico en los recuerdos de mi madre. En la década de los sesenta en la parte de arriba, funcionaba una radiodifusora, creo que era la XEOO, cuyo locutor, con su voz educada, nos saludaba al pasar.
Por la misma calle Zapata pasando la calle Durango vivía don Roberto López, que entonces vendía la Salsa Huichol en envases de cristal y tapa de corcholata.
A la vuelta, por la calle Durango, estaba la librería del maestro Vázquez Roda y enfrente, la casa del historiador don Everardo Peña Navarro. Un poco antes de la librería se ubicaba el consultorio dental del Dr. Uribe, que, además, formaba parte de los aficionados a los toros en aquella época.
Íbamos al mercado grande, hoy llamado Mercado Juan Escutia. Entrábamos por un zaguán oscuro donde mujeres enrebozadas vendían una golosina llamada monteduro, una combinación de semillas, cacahuates y garbanzo, pegadas con miel. Los pollos se exhibían vivos para que las mujeres los escogieran de acuerdo a su parecer. Los jabones los vendían envueltos en papel periódico, pero el azúcar y el frijol, se envolvían en papel de estraza. Se compraba un peso de manteca en recipientes que teníamos que llevar para que los rellenaran. Barro, aluminio o peltre; de eso eran los recipientes, todavía muy lejos de la era del plástico.
El mercado era un edificio con paredes gruesas y daba la impresión de tener dos pisos. Era un júbilo caminar por esos pasillos de frutas coloreadas, puestos de quesos frescos, olor a chicharrones, a rellena cocinada, a flores recién cortadas. Visitábamos los típicos lugares donde se confeccionaban tortas y chocomiles y también los puestos de juguetes mexicanos.
A veces vendían conejos listos para el sartén y también huevos de caguama que se debían comer ahí mismo con un poco de sal.
Lo mejor de esa época eran las paletas de El Perico, una paletería por la calle Durango, casi para salir a la calle Lerdo. El sabor inigualable de las paletas de frutas y de leche nos volvió privilegiadas los instantes en que saboreamos esas delicias.
Si seguimos por la calle Hidalgo, en la esquina con Durango se encontraba la agencia de autos Ford, si no me equivoco. Al pasar veíamos los coches nuevos en una ciudad donde el transporte privilegiado era el Llanitos-Mololoa. Todavía no se fundaba la universidad, por lo que la ruta más larga era Mololoa-Llanitos y al revés.
Por la calle León, pasando la calle Morelos, funcionaban las oficinas de Tabaco en Rama, cuyas secretarias nos regalaban papel carbón cuando estaba demasiado gastado. Parecía magia dibujar sobre los cuadernos las imágenes de la Pequeña Lulú, los Súper Sabios o Chanoc, gracias a ese papel obscuro quebradizo. En la esquina se encontraba un lugar donde fabricaban velas, así que nos entreteníamos viendo cómo los pabilos iban engordando en cada uno de los baños de parafina.
Si cruzamos la calle llegamos al parque de la Madre; el monumento era una fuente de agua, la cual a su alrededor tenía sembradas amapolas. Mostraba a una mujer de faldas largas y rebozo con varios niños frente a ella. Las alumnas de entonces, guardábamos los pétalos de las flores. Su belleza perduraba entre las hojas de los libros devolviéndonos la calma de la tierra en que habían crecido.
El altar del templo del Sagrado Corazón estaba vuelto a la pared. Las misas se decían en latín dando la espalda a los fieles quienes ocupaban sus mentes en imaginar cualquier cosa mientras el padre hablaba con la corte celestial. Nosotras y mi madre nos sentábamos en las bancas de la derecha, mientras mis hermanos y mi padre, lo hacían en las bancas de la izquierda. ¡No se permitía que mujeres y hombres se sentaran juntos! Usábamos pañoletas para taparnos la cabeza al entrar al templo; en tanto los hombres tenían que quitarse los sombreros en rituales diferenciados para mujeres y hombres. Las mujeres cubiertas mientras los hombres tenían que estar descubiertos de la cabeza.
Más allá estaba la Alameda. Aunque el nombre de la de hoy sea Alameda, no era la misma. La de mis recuerdos se abría en la mañana y se cerraba por la noche, lo que indica que tenía puerta tanto en el lado de la calle Allende como de la carretera, que así le decíamos a la que hoy se conoce como avenida Insurgentes. El lado correspondiente a la calle Oaxaca lucía una reja forjada de hierro que se consideraba emblema de la ciudad. Se llegaba al centro de la Alameda a través de corredores donde, de tanto en tanto, había fuentes con cisnes de cemento. En cada uno de los cuatro costados, las esculturas que simbolizaban las estaciones del año se levantaban entre la vegetación que ensombrecía el lugar por lo tupido de los álamos. Al centro de la alameda estaba el kiosko, donde los domingos, escuchábamos conciertos de orquestas sinfónicas.
Si salimos por la calle Allende se encontraban los estadios de futbol y de béisbol; uno al lado del otro. Los estadios simbolizaban una frontera cultural porque a partir del estadio de béisbol iniciaba el norte con sus bandas, tamboras y tortillas de harina. El estadio de futbol, por su parte, simbolizaba el occidente donde predominaba el mariachi y el pozole.
El primero de enero de 1964, las niñas de la escuela Amado Nervo hicimos una tabla gimnástica en el estadio Nicolás Álvarez Ortega como parte de las celebraciones de la toma de posesión del gobernador Julián Gascón Mercado.
¿Por qué narro estos recuerdos, que seguramente tienen inexactitudes? Porque la sola reconstrucción del estadio no devuelve el pasado. El estadio correspondió a una época que no regresará. ¿Cómo hacer volver la rueda del tiempo? ¿Cómo hacer liviano lo pesado?
¿Volverá también la zona militar al centro; ¿la reja, a la Alameda?
El estadio Nicolás Álvarez Ortega no regresará porque fue demolido. Regresa en la añoranza de quienes lo conocimos, pero nada más. Las técnicas de construcción son diferentes hoy que las de la década de los cuarenta cuando se edificó. La ciudad no es la misma ni nosotras lo somos. Quizá fue el emblema del deporte en su momento, hoy no lo es.
Debemos dar vuelta a la pagina para imaginar el símbolo de la ciudad de hoy y no empecinarnos en algo que ya pasó. Pensar hoy el símbolo de la paz y de la armonía que confluya con todo a través de las expresiones del espíritu de nuestro tiempo.
Abramos los espacios a la danza, al canto, a la palabra, al teatro, a los pinceles, a la música. Abramos las puertas al arte de hoy porque
No hay nada en el mundo
tan frágil como la añoranza
tan volátil,
tan traidora.
La añoranza es el aroma del tiempo
que se fue,
permanece inalterada un instante
porque al siguiente, se aligera.
Todo lo que pasó no tendrá poder de turbación
si lo dejas ir.
Si te empecinas en ese pasado,
Te volverás de piedra como la piedra que añoras,
pero no serás piedra fundante, serás escombro.
Publicado en Nayarit Opina, Tepic, Nayarit, 28 de junio 2025.
Socióloga, Universidad Autónoma de Nayarit, correo: lpacheco@uan.edu.mx
No hay comentarios:
Publicar un comentario