lunes, 5 de julio de 2021

La sirena del río Mololoa

La mole negra del buque avanza.

Se abren en silencio los valles de agua

Ojos fosforescentes 

asoman a los pozos de las aguas:

¿Sirenas en hileras? 

¿hacen, acaso, guardia?

 

Alfonsina Storni. Marcha en silencio 

 

Para Dalinda Sandoval y sus urdimbres

 

En Tepic, la ciudad donde vivo, hay un río y en él habita una sirena. Tienes razón en dudar porque las sirenas son del viejo continente, entonces ¿cómo vino a vivir a este río cerca del mar Pacífico? Una tarde de verano paseaba alrededor de Bellavista, un poblado de casas juiciosas, cuando percibí un canto melodioso y un resplandor. Traté de localizar el origen del canto, pero, a cada paso, se remontaba dentro de la corriente. Seguí el curso del río sin darme cuenta que dejaba atrás el caserío. La noche caía, un trueno mostró su pico amarillo, silbaba el viento. Agotada, me senté a la orilla buscando refugio a la tormenta, en tanto que las hojas de los árboles volaban a todas partes.

 

En un destello del trueno la vi. Recargó su cuerpo en una roca de la orilla sin salir del todo. Las escamas lucían debajo de su cintura, con colores indescriptibles en un admirable espectáculo. No sé si vio mi sorpresa porque siguió sobre la roca en tanto los pájaros buscaban refugio en sus nidos. Una gota gigante de lluvia aumentó el cauce de la corriente de tal manera que pensé perderla de vista. Cuando pasó el torrente, rompió una celeste obscuridad. Ella seguía ahí y yo también. 

 

¿Era un idioma? cantaba, aunque yo sólo notaba un murmullo en el agua. Vivía en una saliente del mar al borde de un castillo medieval; en una ocasión, las aguas llegaron hasta las puertas del castillo de tal manera que la furia de la tempestad la arrinconó en un amplio salón. No pudo encontrar la manera de saltar hacia el mar por lo que se escondió en una oquedad del muro y así había venido en la bodega de un barco que atravesó el Océano Atlántico hasta llegar al puerto de Veracruz. De ahí se trajeron, en carretas de mulas, engranajes de fierro y las muestras de la edificación en que ella venía. 

 

Solo una de las pasajeras del barco la reconoció. Una niña llamada Liisa. Todas las noches bajaba hasta el pedazo de muro para rociarla con agua y aún, en el traslado por tierra, dejaba caer gotas cerca de ella. Liisa se casó con Jean Brugman y vio crecer y morir a sus hijas en el caserío.  No supo encontrar el camino de regreso porque las aguas de este río tenían otros sabores y olores que no la podían orientar. Cuando cesó la búsqueda del regreso, se abandonó a habitar aquí, buscando entre las niñas a alguna Liisa que le recordara el país de donde venía. A veces las encontraba lavando ropa, a veces capturando pequeños peces. Ella trataba de hacer amigas, de seguir sus juegos, de cantar sus melodías. 

 

Entonces recordé una historia que contaba mi abuela después de hilar la manta. Hablaba de una sirena llamada Lorelei que les hacía travesuras a las que iban a lavar al río. La sirena llevaba las prendas hasta el fondo para que, al buscarlas, la pudieran divisar. La cara de mi abuela se iluminaba cuando hablaba de ese ser hermoso como golpe de vida. El festín de su semblante otorgaba suntuosidad al lujo de mirarla una sola vez. “Después de casada, nunca la volví a ver” decía la abuela ya casi para morir. Vivía con ese atisbo como conciencia de sí. 

 

La roca con su sirena se metió a la obscuridad. Desaparecimos una para la otra sin la luz fugaz de los relámpagos. Mi familia venía en mi búsqueda. 

 

A veces, vuelvo a vagar por la orilla del río, no para buscarla, sino para evocar en la más remota lejanía, sobre laderas distantes, eso que nos habla. Lorelei, si es que así se llamaba, no tenía expresiones en su rostro; sin embargo, su presencia te hacía olvidar el polvo que somos. 

 

Publicado en Nayarit Opina, Tepic, Nayarit, 5de julio de 2021.

Socióloga, Universidad Autónoma de Nayarit, correo: lpacheco@uan.edu.mx

1 comentario: